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En Proa se expone parte de la impresionante colección Gelman de arte
mexicano. El cuadro reproducido en la
tapa de este número es el retrato de la checoslovaca
Natasha Gelman, coleccionista, con su
marido, de la pintura mexicana que se expone hoy
en Buenos Aires. La obra fue pintada en 1943. La
mujer -muy bella, muy elegante, muy rica- está
lánguidamente recostada sobre una lit de repos.
Tal vez admira a Greta Garbo, en esos años
arquetipo de estilo mundano. Además del uso del
color, de la pincelada, los alcatraces que
coronan a la modelo delatan la firma de Diego
Rivera. Es de esos Rivera condescendientes con la
moda, muy alejados en intención y resultado a los
poderosos murales políticos que le trajeron al
autor celebridad y, también, más de un problema.
Sin duda, un cuadro atípico en la producción del
vocero del trotskismo azteca.
Dos años antes de la ejecución de esta obra,
Natasha se había casado en México con el
productor de cine ruso Jacques Gelman. Y como la
Segunda Guerra Mundial hacía difícil la vuelta a
Europa, la pareja resolvió instalarse allí. Una
decisión acertada, porque fue en esas tierras
donde el señor Gelman descubrió a Mario Moreno
Cantinflas y lo lanzó a la fama. El éxito de la
sociedad con el actor cómico permitió a Gelman
recuperar, e incluso mejorar, la posición
económica de la que había gozado en su país de
origen, y que la Primera Guerra había evaporado.
Desde entonces, su nombre pasó a ser sinónimo de
gran coleccionismo.
El retrato hecho por Rivera es una de las 41
pinturas de la colección Gelman que acaban de ser
presentadas en la Fundación Proa. El conjunto
-casi la mitad de las 99 obras mexicanas que
pertenecieron al matrimonio- está formado por
impactantes cuadros de Rivera (9), Frida Kahlo
(10), David Alfaro Siqueiros (3), José Clemente
Orozco (4), Rufino Tamayo (2), María Izquierdo
(1), Agustín Lazo (2), Gunther Gerzso (1), Angel
Zárraga (1), Miguel Covarrubias (1), Rafael
Cidoncha (1) y Juan Soriano (2). Un resumen, por
supuesto parcial, de cien años de arte mexicano,
con algunas de sus cumbres, muchas piezas de gran
calidad y también un par de deslices.
Pero como dice Pierre Schneider en un antológico
texto sobre el coleccionismo, "las debilidades
que molestan en las colecciones de los grandes
museos son, al contrario, en las colecciones
privadas, reposos, respiros, en definitiva,
signos de vida. La grandeza y los errores, la
toma de partida personal, el olfato casi
infalible y sus ocasionales somnolencias, todo
eso es evidente en las colecciones de Jacques y
Natasha Gelman y hace que el visitante no se
encuentre con dificultades de acceso". El plural
de colecciones hace referencia a las distintas
vertientes del patrimonio artístico de la pareja:
además de la sección mexicana, y la de arte
precolombino, los Gelman poseían obras de
Picasso, Braque, Gris, Léger y otros artistas de
la Escuela de París, que constituyeron la mayor
donación recibida por el MoMA de Nueva York en
toda su historia.
No es un dato menor, entonces, afirmar que el
sentido de este acervo no estaría completo sin la
figura de los que lo formaron: los Gelman
llegaron a estar entre los más grandes
coleccionistas del siglo XX. La gestación y el
crecimiento de su patrimonio artístico, además,
coincidieron con una época de particular
proyección de la cultura mexicana hacia el mundo.
En los años 40, la capital se había transformado
en el segundo foco del surrealismo, detrás de
París, y la inglesa Leonora Carrington brillaba
como uno de sus principales exponentes;
Siqueiros, Rivera y Orozco venían de transformar
el paisaje del D. F. con sus murales y trabajaban
en Estados Unidos; Siqueiros, con el taller
experimental que había instalado en Nueva York en
1936, influiría en forma decisiva en la obra de
Jackson Pollock, y Rufino Tamayo, que en la
década del 50 había alcanzado la total madurez
pictórica, trabajaba en su país, Estados Unidos,
Francia y Puerto Rico, y era fervorosamente
acogido en París.
La relación de los Gelman con muchos de ellos fue
clave para la conformación del perfil de la
colección. Durante el medio siglo, cuatro
artistas retrataron a Natasha: Rivera -ya
mencionado-, Kahlo (en 1943), Tamayo (en 1948) y
Cidoncha (en 1996). Este último, español nacido
en 1952, pintó a Zahalka en su quinta de
Cuernavaca con el Autorretrato con monos, de
Kahlo, como fondo. Dos años más tarde, la señora
Gelman moría.
Tantos retratos juntos, a los que hay que añadir
los de Jacques pintados por Gerzso y Zárraga, el
de Cantinflas, también de Tamayo, los de Rivera,
obra de Covarrubias y Kahlo, los muchos que ésta
hizo de sí misma, y los autorretratos de Orozco y
Siqueiros, arman un catálogo perfecto de los
personajes que orbitaban en el mundo Gelman.
La obra de Kahlo citada por Cidoncha es de 1943,
el mismo año en que aquélla retrató a Natasha.
Como el resto de las piezas que la pareja compró
a la mujer de Rivera, corresponde al período
anterior a 1950, signado por un estilo
personalísimo, lleno de referencias simbólicas,
de elementos fetichistas y autobiográficos.
Gracias a los Gelman, algunas obras de Kahlo
integraron decisivas muestras itinerantes que la
consagraron en el plano internacional. En formas
diversas, el matrimonio hizo lo propio con la
mayoría de los artistas mexicanos coetáneos.
Proa decidió agregar a la muestra cuatro cuadros
de otra colección particular: dos Kahlo, un
Rivera y un Carrington, que hacen un total de 45
pinturas de grandes nombres, muchos de ellos bien
conocidos por el público. Por su calidad, y por
el perfil casi legendario que la define, esta
exposición promete ser una de las más importantes
del año.
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La colección de Jacques y Natasha Gelman en Proa
Asunto de familia Por Dolores Graña
Página 12 Suplemento Radar 30/05/1999
http://www.pagina12.com.ar/1999/suple/radar/99-05/99-05-30/nota3.htm
Él era ruso, ella checoslovaca, pero fue en México donde
armaron su impresionante colección de obras de arte. A la
muerte de ambos, la colección se convirtió en una eterna
muestra itinerante que ahora llega a Buenos Aires. Hasta
el 1º de agosto pueden verse en la Fundación Proa (Pedro
de Mendoza 1929, frente a Caminito) cuarenta y dos piezas
de la Colección Gelman, desde Diego Rivera y Frida Kahlo
a Leonora Carrington, pasando por David Alfaro Siqueiros,
Rufino Tamayo y José Clemente Orozco.
El calificativo “vida de novela” muchas veces es usado
con facilismo. La de Jacques Gelman es una de las pocas
que acepta con soltura tal definición. Tenía ocho años
cuando estalló la Revolución de Octubre y unos pocos más
cuando sus padres decidieron enviarlo a Berlín,
acompañado únicamente por el ama de llaves y un surtido
de valiosos bibelots firmados por Fabergé –el renombrado
orfebre del zar– escondidos amorosamente entre sus ropas.
Pero, a diferencia de la gran mayoría de emigrados rusos,
Gelman no tuvo mayores problemas para dedicarse a lo que
había sido su pasatiempo preferido en Rusia: el cine. En
el curso de los tres años que permaneció en Berlín,
consiguió un trabajo en la poderosísima distribuidora
Pathé Films, haciendo foto fija (la fotografía de rodaje
que luego se coloca en las vidrieras de los cines para
mostrar escenas de la película o de sus protagonistas).
El joven Gelman, sin embargo, prefería dar órdenes antes
que recibirlas y seguía considerando al cine un
pasatiempo, no su actividad principal. Por esa razón
decidió instalarse en París, donde fundó precozmente una
distribuidora cinematográfica y logró dar rienda suelta a
su verdadera pasión: coleccionar obras de arte. “Existen
dos categorías de coleccionistas: aquellos que poseen y
aquellos que son poseídos. Jacques Gelman pertenecía a
esta última categoría”, dice Pierre Schneider.
Luego de conseguir unos valiosos dibujos de Renoir (que
se consideran perdidos en la actualidad, por haber sido
vendidos o confiscados por la ocupación nazi), en 1938
viaja a México huyendo nuevamente de la guerra e
intentando ampliar su red de distribución a América
latina. En el hotel en donde se hospeda observa con
asombro a una hermosa mujer rubia que lee un diario en
francés. Milagrosamente –ya que nadie puede darle alguna
pista de su identidad en el hotel– vuelve a encontrarla
unos días después en la avenida Juárez, mientras la
exótica mujer está embarcada en una nada exótica tarea:
intentar estacionar su auto. Su nombre es Natasha Zahalka
y es checoslovaca. Luego de que Gelman logre llevar a
cabo la proeza iniciarán un romance que culminará, tres
años después, en casamiento. La guerra parece no terminar
nunca y sus países de origen están ocupados por los
nazis: los Gelman se quedan en México para siempre.
La feliz pareja se convierte rápidamente en protagonista
de la vida nocturna en el DF. Un sábado a la noche llegan
al Follies Bergères de la Plaza Garibaldi, en donde se
presentaba un cómico que hacía chistes políticos dentro
de una carpa. El petiso de bigotes caídos, pensó Gelman,
podría funcionar muy bien en el cine, y decidió ofrecerle
un contrato tentador que el cómico aceptó de inmediato. A
los pocos meses se estrenaba Ni sangre ni arena, una
parodia de las películas hollywoodenses de toreros. A
partir de ese momento, Cantinflas nunca más necesitó del
Follies Bergères y Gelman pudo dedicarse sin
distracciones a su pasión de coleccionista. En 1943, con
Cantinflas rodando dos películas por año que eran éxitos
seguros ya antes de su estreno, el matrimonio decide
encargar un retrato de Natasha a Diego Rivera. Éste la
pinta de frente, recostada en un sofá, lo que no hace
sino reforzar esa imagen de diva de Hollywood y
aristócrata en el exilio que cultivaba sin esfuerzos.
Según Sylvia Navarrete, en esa tela “Rivera cae en cierto
convencionalismo rayano en lo kitsch”. Pero de todos sus
retratos, es el que Natasha prefiere: “Diego se tardó un
año en entregármelo. En ese momento había mucho teatro en
México. La troupe de Louis Jouvet había llegado de una
gira por Sudamérica y en Bellas Artes había un evento
cada noche. Era muy divertida esa época. Por supuesto, él
no tenía tiempo de trabajar en mi retrato”. Con ese
retrato –sumado a otros seis óleos, un gouache, una
acuarela y un dibujo de Rivera fechados entre 1915 y
1943– la colección Gelman comenzó a tomar forma. En
realidad, debería hablarse de las colecciones, ya que el
interés del matrimonio por el arte y su solvencia
económica les permitió reunir una de las colecciones más
sólidas del mundo sobre la escuela de París (actualmente
en el Metropolitan de Nueva York) así como de las
vanguardias de los ‘60 y el arte precolombino. Pero debe
aclararse que la situación del mercado del arte no
alcanzaba las cifras exorbitantes de hoy en día: “No hay
que olvidar que un Picasso o un Monet, después de la
guerra, no costaban más de tres mil dólares. Y Jacques me
contó que un día, caminando por la calle 57 de Nueva
York, vio un Frida Kahlo en el aparador de una galería.
Se lo dieron en trescientos dólares”, recuerda Günther
Gerzso, íntimo amigo de los Gelman y autor de cuarenta de
los noventa y nueve cuadros mexicanos de la colección.
En 1943 Frida Kahlo (que para entonces ya había sido tapa
de la revista Vogue y expuesto en París y Nueva York)
conoce al matrimonio por medio de Rivera y casi
inmediatamente realiza ella también un retrato de
Natasha. “Poco tiempo después, Frida nos invitó a un
cóctel en la casa del modisto Henri de Chatillon, donde
presentaba una pequeña exposición. Apenas entramos vi
Diego en mi pensamiento y le supliqué a Jacques que me lo
comprara. Él se quedó estupefacto: Pero Natasha, ¿cómo
vas a comprar un Frida Kahlo? ¡Si hace tres meses en
París estabas enloquecida con Braque!”. Ninguna de las
once obras de Kahlo en la colección Gelman (entre las que
se destacan Autorretrato con monos, La novia que se
espanta de ver la vida abierta, ambas de 1943, y El
abrazo de amor del universo, la tierra, yo, Diego y el
señor Xolotl, de 1949) refleja el calvario de su
enfermedad, elección que las diferencia nítidamente de
las de museos. Sin embargo, cuando se proyectó la primera
gran retrospectiva de Frida Kahlo, la tapa del catálogo
pertenecía a un cuadro de la colección del matrimonio.
Los Gelman se inclinaban por los artistas mexicanos que
ya tenían una reputación en los Estados Unidos (como era
el caso de Rivera, Kahlo, Orozco y Tamayo), lo que no
hizo sino aumentar su prestigio y fomentar la fiebre del
arte latinoamericano en los Estados Unidos a partir de
los años ‘30. “Cuando los Gelman se enamoraban de un
artista, se esforzaban por apuntalar su convicción
comprándole numerosas obras. A Frida Kahlo y Diego Rivera
les compraron cuando sus obras apenas se vendían, por
ejemplo”, recuerda Robert Littman, curador de la muestra
y amigo personal del matrimonio.
David Alfaro Siqueiros realizó el último retrato
figurativo de la colección Gelman (Mujer con rebozo, de
1949). A pesar de haber redactado el manifiesto del
Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores (que
repudiaba “todo cenáculo ultra-intelectual por
aristocrático” y exaltaba “las manifestaciones del arte
monumental por ser de utilidad pública”), Siqueiros nunca
dejó de pintar al caballete, su segunda pasión después de
las discusiones. “Siqueiros vino una tarde a tomar el té.
Allí se encontró con Diego. Y empezaron las discusiones.
Dieron las dos de la mañana y ellos seguían con el té”,
recordaría después Natasha. Otro de los afiliados al
sindicato, José Clemente Orozco –el mismo que pregonaba
que “hay que pintar con mierda”– nunca congenió con los
Gelman, ni se prestó a pintar a la dueña de casa, a
diferencia de Rufino Tamayo, que conoció a los Gelman
cuando se le encargó el Retrato de la señora Natasha
Gelman en 1948. Aunque el matrimonio adquirió cinco
piezas de Orozco, lo más parecido a un retrato que
consiguieron del irascible y vanidoso pintor fue su
Autorretrato de 1932, adquirido a fines de los setenta,
en donde puede apreciarse “el temperamento taciturno y
arisco del autor a través de sus trazos imperativos”.
En la muestra de Proa también puede apreciarse el único
cuadro de Leonora Carrington que pertenece a la colección
Gelman: Autorretrato en el albergue del caballo del alba
(1936-37). Carrington no recibió de los Gelman un apoyo
tan intenso como otros artistas residentes en México,
pero su autorretrato resume metafóricamente su
accidentada vida: nacida en 1917 en Lancashire
(Inglaterra), Carrington conoció a Max Ernst en 1936,
vivió durante dos años en Francia, en pleno auge del
surrealismo y, con la llegada de la guerra, terminó
internada en una clínica psiquiátrica en España, de donde
consiguió escapar rumbo a Lisboa y casarse con Renato
Leduc, diplomático y escritor mexicano que la llevó a
México en 1942. “El verdadero fanático era Jacques.
Hicieron juntos la colección pero quien se quedaba sin
dormir hasta obtener el cuadro anhelado era él”, dice
Günther Gerzso. De hecho, luego de la muerte de Jacques,
en 1986, son pocas las piezas que se suman. Cuando
Natasha murió, en 1998, la colección mexicana de los
Gelman comenzó a ser codiciada por todos los museos del
mundo, pero terminó convertida en una perenne muestra
itinerante: viene de presentarse en París y luego partirá
hacia Río de Janeiro y Madrid. Lo que distingue a esta
colección de las colecciones estables de museos es el
toque personal y arbitrario (“Los Gelman no dieron jamás
las razones de sus elecciones”, dice Pierre Schneider) de
una pareja de coleccionistas por amor al arte y a los
artistas, no al dinero. Impertérritos ante las modas pero
no a los caprichos y amistades personales. Capaces de
descubrir talentos e ignorar otros con la misma pericia
con la que descubrieron a Cantinflas y supieron conservar
los bibelots de Fabergé.
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