*Publicado en la edición del domingo 4 de diciembre de 2011 en la revista VIVA del diario Clarín
La imagen de una carretera moderna, americana, provista de puentes y señalizaciones perfectas, sembradas de cuerpos muertos bajo la luz de la tarde, creo que es una buena referencia de que en esta zona no existe ni tiempo ni espacio definidos. Una de las características del territorio anónimo del horror es que no cuenta con una escenografía adecuada para que al menos se tenga la mínima sospecha de que de manera intempestiva se estará inmerso en una situación que va más allá de todo lo imaginable. Los engranajes sociales están construidos de manera tan sutil, tan perfecta, que los quiebres insignificantes, sobre todo para quien los desconoce desatan, de un momento a otro, una realidad contenida y llevada delante de esa manera durante siglos. En México no hay modernización. El imaginario colectivo, a pesar del abuso de un desarrollo copiado mayormente de los suburbios norteamericanos, parece continuar intacto no sólo entre las personas comunes y corrientes que circulan diariamente por las calles sino, sobre todo, por los que de alguna manera son considerados como muertos. No he visto en ningún lugar del mundo que se cumpla como en México la maldición de que vivirás para siempre, cueste lo que cueste. En mi casa, por ejemplo, ya se escucha nuevamente la presencia de don Agapito, que es la forma cómo hemos bautizado a un esqueleto que los obreros encontraron debajo del piso de la cocina cuando realizaban algunas reparaciones. “¿Qué hacemos con esto que acabamos de hallar?,” me dijo uno de los trabajadores mostrándome un cráneo. Añadió que el resto del cuerpo se encontraba casi completo. Imagino que lo lógico hubiera sido acudir donde alguna autoridad para reportar el hallazgo, pero mi respuesta fue la esperada por la cuadrilla de albañiles. “¿Cómo que qué hacemos? Vuélvanlo a enterrar”. Los obreros entonces dijeron que así lo harían, pero que aunque fuera una parte fuera a dar a algún cementerio santificado. Fue curioso además que a partir de aquel desentierro se comenzaran a escuchar unas voces como de coro de niños que atravesaban las paredes. Mi hijo Tadeo fue el único que mostró cierto miedo. No vive en México, no está acostumbrado a convivir con la sutil línea en la que los bordes quedan difusos. No está habituado a las largas esperas que solemos soportar en el transporte subterráneo cuando cada vez con mayor frecuencia algún pasajero se arroja a las vías del convoy. El sábado pasado, regresando de la celebración de la Santa Muerte –un rito pagano celebrado en las partes más peligrosas de la ciudad, las que deciden establecer una suerte de armisticio durante el acontecimiento- no pude hacer el transbordo de líneas porque se corrió la voz de que en la estación siguiente había ocurrido un nuevo suicidio. Lo que llamó mi atención fue que se tiene calculado incluso el tiempo que se toma recoger un cadáver en semejantes condiciones. A manera de chanza, una mujer a mi lado me dijo que a veces lo más difícil era hallar las orejas del difunto.
No creo que exista en ningún rito una imagen más aterradora que la de la Santa Muerte. Un esqueleto desprovisto por completo de los rasgos de humor negro que poseen las tradicionales calaveras con las que se celebra el Día de Muertos, vestido generalmente como novia, como princesa de cuento de hadas en versión Disney o sentada en la cátedra –el sillón- donde acostumbra apoltronarse el Papa. Dentro suyo convoca un sincretismo que va desde lo precolombino hasta las actuales leyes de mercado. “Te doy para que me des” puede ser una de sus premisas. Cuando alguien decide echarse encima la responsabilidad de pertenecer a esta hermandad sabe perfectamente en lo que se está involucrando. “Es como una mujer bellísima y celosa”, dicen algunos. “Si le das todo lo que pide te ofrecerá sin recato sus encantos, pero ay del día en que le falles, que te encuentre con otra –en este caso rezando a otro culto-, su fiereza logrará destruir de la manera más cruel no sólo al fiel sino a las personas que lo circundan.” Es de este modo como se justifican muchas de las atrocidades que suceden con frecuencia. Las cabezas, torsos, cadáveres por docena encontrados todos los días. “Seguro que no le cumplió a la madrecita”. No le mató los animales que le exigía, no asaltó de la debida manera a los clientes del taxi del devoto, no la vengó como ella se lo merecía. Es curioso cómo, en un país que se vuelve casi ingobernable, el rito de la Santa Muerte se convierte cada día más cotidiano. No creo que se trate de una invención nueva, aunque sí ha adquirido algunas variantes dignas de la cultura global, como la Santa Muerte versión Barbie. Lo que sucede es que vivimos en la ciudad viva más antigua de América. La mayoría de la gente que la habita proviene directamente de la época en que el Dios Huitzilopochtli exigía cientos de sacrificios humanos –sangre y corazones- de manera constante. A pocos metros se encontraba la Señora Tlaltecuhtli, quien devoraba cadáveres uno tras otro con la intención de hacerlos renacer, para que la vida siga sus ciclos naturales. Lo curioso, y aquí sí creo que se hace evidente la influencia del cristianismo, es que estos Señores de la Muerte que dominaban la cultura del Imperio Azteca no muestran un aspecto grotesco o aterrador sino, todo lo contrario, dan la sensación de tratarse de unos seres bonachones con los brazos abiertos dispuestos a acoger a sus víctimas –no sé si sea la palabra correcta- con la intención de brindarles un futuro mejor.
Precisamente ahora suena en mi cocina el canto de los niños a través de las paredes. Ha vuelto a sonar desde el último Día de Muertos o desde mi primera visita a la ceremonia central a la Santa Muerte. Después de que mi hijo Tadeo cumplió el ritual de llevar parte de la tierra del difunto a la tumba de la madre de una amiga –no contamos con familiares muertos en esta ciudad- el canto de Don Agapito –así bautizamos a nuestro muerto- había dejado de sonar. Espero que mi visita al ritual de la Santa Muerte, con accidente en el subterráneo incluida, haya logrado una suerte de reconciliación. Cada hora el canto. De noche y de día. A veces lo pienso como una suerte de peaje que debo pagar por vivir en una ciudad semejante, que poco a poco va hundiendo en el agua del lago el legado español para sacar a relucir nuestros orígenes milenarios.
Mario Bellatin