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En la Fundación Proa se presenta, por primera vez en el país, una exposición del artista norteamericano Dan Flavin, considerado junto a Robert Morris, Donald Judd y Carl Andre, una de las figuras principales del Minimal Art.
Flavin comenzó sus estudios de arte en 1957. Hacia fines de esa década se advertían en su pintura las influencias del expresionismo abstracto y de Jasper Johns. Pero en 1961, luego de su primera exposición individual, utilizó luz incandescente y fluorescente en trabajos experimentales que denominó "íconos de luz eléctrica". Tiempo después abandonó toda otra forma de expresión para trabajar únicamente con luz fluorescente de fabricación industrial. La primera de esa larga serie de obras fue La diagonal del 25 de mayo de 1963, que consistía en un tubo fluorescente amarillo de 2,50 metros, colgado en ángulo de 45 grados sobre el piso.
Unos años más tarde, Flavin comenzó a participar en las muestras dedicadas al minimalismo. Entre ellas, la fundacional, la que legitimó el nuevo lenguaje: "Estructuras Primarias: Jóvenes artistas americanos y británicos", realizada en el Jewish Museum de Nueva York en 1966. En esa ocasión presentó Corner Monument 4, obra integrada por cuatro tubos fluorescentes de luz roja, colocados en el ángulo de la pared. La luz, en ese trabajo, se expandía más allá del "rincón", creando una suerte de "imagen gaseosa", que iluminaba la pared y el piso. Una de las últimas presentaciones importantes de Flavin fue la muestra realizada en 1992, con motivo de la reapertura del Solomon R. Guggenheim Museum neoyorquino, para la que creó una monumental instalación de luz. En 1996, a los sesenta y tres años de edad, el artista murió en su Nueva York natal.
Minimalismo
El Minimal Art surgió en los Estados Unidos, a comienzos de la década del sesenta, como una reacción de la generación emergente contra el expresionismo abstracto y el Pop Art. El minimal (mínimo) fue considerado por muchos críticos como una etapa más del reduccionismo formal, inaugurado en la segunda década del siglo por Malevich, los constructivistas rusos (Tatlin), Mondrian y Brancusi. Pero los pioneros del arte abstracto rendían culto al espiritualismo y a la revolución social de su época, mientras que los minimalistas afirmaban que la obra "sólo es lo que es", sin simbolismos ni sentidos ocultos.
La geometría del Minimal Art es estricta y está basada en el orden, la simplicidad y la claridad, la literalidad y la apariencia industrial. No quedan dudas sobre el espíritu radicalmente reduccionista que inspira a la corriente. Por ello, la afirmación de que "menos es más" no deja de ser una clave importante para su comprensión. Los minimalistas crearon preferentemente objetos tridimensionales, ubicados en el espacio real del espectador. Para su construcción emplearon, por lo general, materiales industriales sin modificar su identidad específica: hierro galvanizado, acero laminado, aluminio, etcétera.
La estética minimalista no se manifestó sólo en las artes visuales, sino también en la música, en la danza y en la literatura. Philip Glass y Steve Reich compusieron música de estructura modular sobre la base de la repetición. Yvonne Rainer utilizó en sus coreografías movimientos banales (como estar de pie, caminar y correr) ejecutados de manera neutral e inexpresiva.
El sistema fluorescente
La exhibición de Flavin está integrada por un conjunto de instalaciones de luz, realizadas desde 1963. Algunas piezas corresponden a la serie Monumentos para V. Tatlin (1964-1982). En este grupo de trabajos es evidente la irónica cita al Monumento a la III Internacional que el artista ruso concibió en 1920 para celebrar la utopía socialista. El "monumento" del norteamericano, realizado con luces comerciales, no celebra ninguna utopía.
Estas instalaciones luminosas, por otra parte, producen en el contemplador una suerte de "deslumbramiento" que obstaculiza la visión del espacio circundante. Muchas veces se ha dicho que esta percepción recuerda a los Contempladores del sol, una secta sufí cuyos adeptos aceptan la ceguera, afirmando que les permite intensificar las imágenes mentales. Es evidente que la orientación minimalista de Flavin posee una componente contemplativa (que él denominaba "óptica retinal"). Todas las construcciones de luz producen una imagen gaseosa, liviana, inconsistente, que parece rozar lo invisible.
Las instalaciones están realizadas con tubos de luz fluorescente comercial, disponible en nueve colores (azul, verde, rosa, rojo, amarillo y cuatro variedades de blanco) y cinco formatos (uno circular y los restantes rectos, de diferentes longitudes). Con ese restringido material, Flavin obtuvo la inagotable y fascinante variedad formal de su obra durante más de treinta años.
La muestra de Dan Flavin en la Fundación Proa
En diciembre de 1964 un artista para muchos “raro” (el año anterior había exhibido un solitario tubo de luz fluorescente, encendido, colocado en una pared en un ángulo de 45 grados, con el título: La Diagonal del Extasis Personal) leyó en el Brooklyn Museum Art School una suerte de autobiografía que empezaba así: “Mi nombre es Dan Flavin. Tengo 32 años, un cuerpo excedido de peso y pocos privilegios. Nací (gritando) veinticuatro minutos antes que mi hermano gemelo, a las siete de la mañana de un húmedo Día de los Inocentes, en Nueva York, en 1933, de un ascético y remoto oficial irlandés y una mujer descendiente de la realeza alemana sin un rasgo de nobleza. Muy temprano en mi vida fui víctima de una madre sustituta, una nanny inglesa que intentó enseñarme ir al baño solo a las dos semanas de edad. Cuando falló, o yo fallé, me cacheteó. Antes de cumplir los siete años intenté huir de casa, pero me embargó un temor por lo desconocido ante la luz del sol a sólo dos cuadras de casa”.
Es uno de los artistas norteamericanos más respetados en el mundo. Su obra está compuesta únicamente de luz, generada por tubos fluorescentes comunes y corrientes, en las mismas formas, tamaños y colores que pueden conseguirse en cualquier casa de electricidad. Pero basta entrar en un recinto donde brille una de las esculturas lumínicas de Dan Flavin para entender su genio: ni más ni menos que darle color al aire.
Lo primero que uno nota al entrar en la muestra de la Fundación Proa es que la luz “está rara”. Hay cortinas en los ventanales. Y, en las paredes, sólo tubos fluorescentes. En distintos tamaños, agrupados de distintas maneras, pero vulgares tubos fluorescentes. En el amplio espacio de la planta baja, todos los tubos son blancos. Las ventanas de arriba están igualmente cubiertas de cortinas, pero los tubos, acá, son de colores. Hay rojos, hay verdes, hay amarillos, hay azules. ¿Eso es todo? Casi todo. Hay algo más: una luminosidad onírica, casi táctil, generada por esos tubos en las salas vacías de paredes blancas. La gente entra acelerada, dispuesta a mirar y seguir de largo, y de pronto algo les cambia el ritmo, como si estuvieran de golpe dentro de una enorme pecera, como si respiraran esa luz enrarecida. No es tan difícil, entonces, entender ese temor a lo desconocido que le suscitó la cruda, tosca luz del sol a Dan Flavin cuando quiso escaparse de su casa a los seis años.
“Empecé a dibujarme a temprana edad. Mi madre destruyó todos esos dibujos de infancia, incluyendo un vívido, e incluso ingenuo, registro de los daños causados por un huracán en Long Island en 1938. Mi primer instructor de arte fue mi tío Artie, un veterano de la Primera Guerra de cara roja y una cicatriz de metralla en la pierna que le causaba tremendos dolores los días de humedad. Su toque cósmico del espacio perdura hasta hoy en mi producción.”
Desde su Diagonal del Extasis Personal, realizada a los treinta años, Flavin decidió trabajar exclusivamente con tubos fluorescentes. No sólo eso: siempre (hasta su muerte en 1996) usó tubos cuyas formas, tamaños y colores son exactamente los mismos que puede conseguir cualquiera en una casa de electricidad. Lo asombroso es la variedad que tienen sus obras con materiales tan limitados: los tubos pueden apuntar a la sala o a la pared, pueden estar en el piso, en el techo, en las paredes o en medio del salón, instalados en forma vertical, horizontal o diagonal, solos, en pares o en racimos. A Flavin le bastan pequeñísimas variaciones para conseguir efectos completamente diferentes. Con su paleta de colores ocurre lo mismo: la aparente limitación cromática que ofrecen los tubos deja brutalmente de serlo cuando los diferentes colores de luz se tocan y se mezclan en medio de cada habitación.
“En la escuela fui compelido a transformarme en un buen estudiante y un chico modelo. A los catorce, mi padre consideró que debíamos realizar su propia vocación y nos depositó en el seminario de Brooklyn. Mi profesor de latín allí, el padre Fogarty, no quedó muy impresionado por mis demostraciones de talento, especialmente aquellas que ocurrían durante sus clases. De cualquier modo, adquirí cierto poder personal sobre él: cuando me castigaba, se sonrojaba más que yo.”
Flavin decía detestar, a causa de su paso por el seminario, toda teología y toda interpretación religiosa de su obra. Sin embargo, a sus primeras instalaciones de luz (esculturas con lámparas eléctricas dentro) las bautizó “iconos”, haciendo la salvedad de que le daba un uso meramente descriptivo a la palabra: una estructura de frente cuadrado llena de luz “pintada”. Dos de sus primeras obras fluorescentes (realizadas en 1963) estuvieron dedicadas a Guillermo de Ockham, el filósofo medieval que sostenía que no deben postularse más entidades que las necesarias (así, al menos, se perpetuó la frase, con el nombre de “Navaja de Ockham”; si bien las palabras textuales eran: “No hay que multiplicar los entes más allá de su necesidad”). La interpretación de Flavin de la frase de Ockham es una de las más perfectas maneras de explicar su minimalismo: usar la menor cantidad posible de elementos y la menor complejidad posible en la combinación de esos elementos en cada pieza, para que el trabajo fuera todo lo accesible que podía ser, al menos de entrada. Pero, como bien señaló Richard Kalina, Flavin se diferencia de casi todos los minimalistas porque desdeña repetir obsesiva y empecinadamente las mismas variables formales: prefiere multiplicarlas.
“Mis notas fallaban tan evidentemente que, habiendo repetido un año, dejé el seminario por la aterradora vida profana fuera de aquellas paredes góticas. En 1955, estando en Corea como observador meteorológico con el ejército de ocupación, estuve cuatro días sin siquiera lavarme y tomé unas clases de dibujo figurativo. A eso (y a cuatro sesiones en la Hans Hoffman School de Nueva York y a un par de cursos de Herramientas y Materiales dictados por Ralph Mayer en Columbia, que terminaron con un irrelevante intento de suicidio de mi parte) se reduce toda mi instrucción formal en el arte. Sin embargo, Albert Urban, uno de los pocos artistas vivos que verdaderamente respetaba en esos años, me sugería una y otra vez, al ver mis obras, que me transformara en erudito: un historiador del arte religioso o algo así.”
Cuando Duchamp trasladaba objetos de la vida cotidiana (mingitorios, ruedas de bicicleta, etc.) a una galería de arte y los “convertía” en arte, con el nombre de ready-made, les quitaba a esos objetos su función (su “razón de ser”, si se quiere): no se podía mear en el mingitorio; la rueda de bicicleta no tocaba el piso. Flavin también toma un objeto de lo más “humilde” dentro de nuestro mundo cotidiano, pero el objeto convertido en “arte” sigue cumpliendo su función: el tubo es arte en tanto está encendido (evitemos la pompa alegórica de la palabra “iluminar”). A diferencia de los infinitos ready-made que proliferan en las galerías de arte y museos del mundo, tan pretenciosos y arbitrarios como inertes, los tubos de Flavin no sólo proponen su diseño y su luminosidad endiabladamente angélica: además, dan luz a la habitación donde están.
“No fueron las polémicas estéticas las que me persuadieron de iniciar mis trabajos fluorescentes. Durante un tiempo, a fines de los ’50 trabajé como guardia en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Iba y venía por las salas y los pasillos, llenándome los bolsillos de notas para un arte enteramente de luz eléctrica. Hasta que alguno de mis jefes me veía inmóvil y boquiabierto y me gritaba: ¡Flavin, no se te paga para que hagas de artista!”.
La luz fluorescente es barata, impersonal, descartable, no da sombra. Es industrial. Pero, curiosamente, su breve existencia parece estar al borde ya de lo anacrónico: si se lo piensa un poco, es una suerte de eslabón perdido entre la idea de máquina del pasado (grasosa, pesada, chirriante, enorme) y la de ese futuro aséptico que ya parece estar entre nosotros: la fibra óptica, el chip. En las instalaciones de Flavin, los tubos en sí, con su leve murmullo y su estructura de aluminio barato, hablan de un mundo pasado, tan cercano como irremediablemente extinguido: los ’50, para nombrar una década. Mientras tanto, la luz en sí que generan esos tubos y que enrarece el aire se parece precisamente al color que promete tener ese futuro inminente, al menos en las versiones más optimistas de lo que nos espera.
“Si se pone un tubo fluorescente en forma vertical en el preciso lugar donde se unen dos paredes, se puede eliminar esa esquina con el fulgor de la luz y la duplicación de la sombra. Así como se puede desintegrar visualmente un pedazo de pared, transformarla en un triángulo separado y flotante, con sólo hundir una diagonal de luz de un extremo al otro de esa pared, enfocando la luz hacia el suelo. Por eso, cuando me preguntan qué es el arte para mí, sólo digo que quiero contar con más lámparas. Al menos por el momento.”
Pocas veces hubo un mecenas más pertinente que en el caso de la instalación de las obras de Flavin en Proa: Techint (la empresa “mecenas” de la Fundación) mandó un grupo de técnicos e ingenieros para cambiar enteramente el sistema eléctrico del edificio, de 220 voltios a 110 (la corriente que se usa en Estados Unidos), ya que todas las piezas de Flavin fueron traídas del Dia Center For The Arts de Nueva York. Incluso su director, Michael Govan, viajó especialmente para supervisar la instalación de las obras. Pocas horas antes de la inauguración, luego de verificar que todo estaba como debía estar, Govan parecía satisfecho. Pero después de dar una última recorrida por el piso de arriba y el de abajo, le pidió tímidamente a Adriana Rosenberg, la directora de Proa, si se podía borrar el nombre de Flavin de los ventanales del edificio que da al Riachuelo: para que nada estorbase la visión de las piezas lumínicas de noche, cuando cierra Proa pero los tubos quedan encendidos, se levantan las cortinas y la muestra se puede ver desde la calle, o desde el agua.
Seguramente muy pocas cosas son tan importantes en la vida y en el arte como la luz. Goethe escribió sobre eso, pero curiosamente el tema ocupó muy poco a teóricos e historiadores del arte. Ernst Gombrich está entre esos pocos y aunque lo que escribió en su libro El legado de Apeles se refiere a la pintura del siglo XV, lo que dice no es muy distinto de lo que plantearon en la década del 60 las obras del minimalista estadounidense Dan Flavin que se exhiben ahora en la Fundación Proa, de la Boca.
Entrar en esas salas frente a la boca del Riachuelo es tener una experiencia en la que el espacio se transforma por los efectos de la luz natural y la luz eléctrica. Flavin, que detestaba la etiqueta de artista minimal que le endilgó la crítica en los años 60, empleó en sus estructuras lumínicas simples y llanos tubos fluorescentes, de diferentes largos, colores (blanco, azul, amarillo, verde, rojo y rosa), tamaños y formas de mercado. Nada más simple ni más vulgar que eso para transformar el espacio.
Luz barata
Se ha dicho que Flavin fue el primer artista en trabajar con la luz, no representada, sino presentada directamente. Pero mucho antes que él, los bizantinos también "presentaron la luz" para modificar el espacio. Todavía se puede tener esa experiencia bajo de la cúpula de la iglesia de Santa Sofía, en Estambul, separada del resto del edificio por haces de luz. Sólo que en aquel momento no era esa luz barata de Flavin y el efecto buscado era deliberadamente simbólico -la presencia de Dios-, cuestión trascendental de los primeros cristianos que el artista americano siempre se preocupó en descartar. "Me gusta que el uso de la luz sea abiertamente situacional en el sentido de que no hay invitación a contemplar, no hay espiritualidad con la cual se suponga que hay que conectarse", decía.
Educado en una familia católica y forzado a concurrir a un seminario, mostró siempre un profundo rechazo por las cuestiones trascendentales. Sin embargo, hay algo de la pérdida de sustancia que logran sus obras que remite a esa antiguas cuestiones del espíritu. Acaso sea como sostiene Michael Gorvan, el curador de esta muestra del Dia Center for The Arts que se exhibe en Proa: que Flavin no rechaza a Dios en tanto sea asumido como algo que nunca aparece.
Flavin prestó especial atención a los íconos rusos de la escuela de Novgorod que vio en el Museo Metropolitano de Nueva York. De hecho llamó íconos a sus obras, pero escribió: "Anónimos y sin gloria, mis íconos son concentraciones construidas que celebran habitaciones estériles". Sin embargo, de ellos sacó la idea de usar las esquinas para transformar el espacio.
En el primer piso de la Fundación Proa dos obras trabajan esta estrategia: una obra con cuatro tubos rojos que en la oscuridad lucen como líneas suspendidas en el espacio y las "European Couples" (Parejas Europeas), dos grandes cuadrados de tubos azul y rosa que cruzan el ángulo en dos rincones enfrentados y los hacen desaparecer en un juego evanescente de colores reflejados. En tanto, en la planta baja, los juegos modulares de tubos blancos de su famosa serie "Monumento para V. Tatlin" homenajean y parodian al Monumento a la Tercera Internacional del constructivista ruso. Inspirados en Tatlin, Mondrian, Brancusi o Malevitch, sus trabajos lumínicos hablan de esa cultura suya de tubos fluorescentes, distante de toda épica y trascendencia. Donde las obras viven mientras dura el sistema eléctrico.
Las sucesivas dictaduras y autoritarismos con interrupciones democráticas que constituyen la tradición argentina impidieron generar lazos fluidoscomo para tener en el país muestras de los grandes artistas internacionales del presente (de casi toda la serie de presentes que fueron atravesando el siglo) en el momento de su desarrollo: los cometas llegan casi siempre cuando han perdido la incandescencia. Pero lentamente, desde fines de 1983, la Argentina de la postdictadura va intentando saldar algunas deudas con la incandescencia del arte contemporáneo. De ahí que la exposición de Dan Flavin que se presenta en laFundación Proa, en el barrio de la Boca, sea una oportunidad perfecta para conectarse con algunos aspectos de la obra de este gran artista y para comprender su gramática luminosa. Casi todos los grandes museos de arte moderno y contemporáneo del mundo incluyen entre sus colecciones un par de trabajos de Flavin (1933-1996). Pero el sentido de su obra-construida casi íntegramente con tubos fluorescentes-comienza a aparecer en el conjunto, porque Flavin es un precursor de las obras hechas de luz (que la historia de la taxonomía lo sitúe dentro del minimalismo se debe a que su producción resume el alfa y omega de la tendencia: economía del lenguaje, rigor formal, austeridad, transparencia, geometrización de las formas, anti interpretación de los contenidos en favor de la literalidad).
Todo empezó cuando el francés Georges Claude inventó la luz de neón hacia 1910. Su creación se popularizó después de la Primera Guerra Mundial, cuando pasó a ser un componente central de la publicidad callejera y la luminotecnia. En los años treinta se desarrolló la tecnología de las sustancias fluorescentes, lo que permitió extender la variedad de los colores obtenibles. A mediados de la década del cuarenta, el argentino Gyula Kosice realizó obras de arte con luz. Y el arte pop utilizó intensivamente el neón para extremar las tensiones con la imagen del consumo,frente al cual se colocaba, oscilante, entre la crítica y la adoración.
Pero, así como existe gran cantidad de obras de arte con luz (entre las que se destaca la de otro norteamericano, Bruce Nauman, cuya obra se puede ver hasta diciembre en la Bienal de San Pablo), Dan Flavin comienza a utilizar los tubos fluorescentes como envases de luz con los que dibuja gruesas líneas resplandecientes en la pared y el espacio. Usa la luz como material: desde luego, su luz ilumina; pero además "pinta" el entorno, el aire y las paredes, las columnas y el cielo raso. Uno de los hallazgos de Flavin es, precisamente, materializar un fluido y pautar el espacio a partir de la luz, de modo que lo suyo no es, en sentido estricto, ni arte de superficie ni de volumen, sino arte del espacio. A partir de allí su obra hace una nueva lectura del arte moderno, desde el constructivismo ruso, hasta Der Stijl, pasando por Brancusi y Matisse. Flavin poda de raíz el supuesto heroísmo de la creatividad así como cualquier atisbo metafísico. Su repertorio se limita a lo que provee la industria: tubos rectos en cuatro longitudes básicas y nueve colores posibles: azul, verde, rosa, rojo, amarillo y cuatro variantes del blanco. En algún caso también utilizó los tubos circulares. Ese es el limitado alfabeto con el que consigue infinitas frases, iluminadas y sutiles.
La gramática fluorescente de Flavin -y para esto elijo citar un texto sobre Manhattan y el capitalismo del gran escritor británico John Berger, que aparece en el recién editado El relato de viaje de Jorge Monteleone presupone que "lo que ves es eso y nada más, que el significado es el lugar donde te encuentras. No hay significación oculta, no hay un sentido interno... se trata de reducir los márgenes económicos a un mínimo absoluto a favor de un mayor beneficio, una mayor expansión; y en cada caso, la consecuencia es que se deja fuera lo que en otras partes está normalmente dentro... la iluminación interior se convierte en la característica dominante del medio exterior... El principio es espiritual y físico a un mismo tiempo, o,para decirlo con mayor exactitud, al negar la interioridad, hace de lo espiritual una categoría de lo físico".
Según la vulgata que se conoce de la teoría de Einstein, la luz es la única certeza del mundo físico, ya que su velocidad es el patrón absoluto a partir del cual se pueden medir las cosas relativas. Flavin logra poetizar esa certeza, para otorgarle una dudosa decadencia. El que se acerque a la exposición de Flavin en la Boca pasará por un proceso que lo llevará de la banalidad a la excepcionalidad. Después de estar frente a estas obras nunca más se podrá ver un tubo fluorescente del mismo modo, sea en un supermercado, en una estación de servicio o en el más anónimo pasillo. Y ese efecto de proyectar un dejo de extrañamiento sobrela vida cotidiana, cambiando la función de un objeto, es una cualidad puramente artística. Dan Flavin logró transformar un aspecto del mundo en una obra propia.