Exhibiciones

Los pueblos originarios en las regiones meridionales en el siglo XIX. Raúl Mandrini

Diseños y colores en la llanura. Ruth Corcuera

De los metales precolombinos a la platería pampa. Claudia Caraballo de Quentin

El poncho inglés. Claudia Caraballo de Quentin


Los pueblos originarios de las regiones meridionales en el siglo XIX
Raúl Mandrini

Territorio y espacios: las pampas, Patagonia y Araucanía

Con la ocupación del territorio indígena y el sometimiento de su población en el último tercio del siglo XIX, tomó forma definitiva la imagen de ese territorio como espacio hostil cuya sola mención provocaba escalofríos en los rudos habitantes de la frontera. Se lo pensaba como un vasto “desierto”, con riquezas potenciales, poblado por nómadas salvajes que saqueaban las fronteras con daños para las vidas y fortunas de sus moradores.

Al crearse esa imagen de bárbaro” o “salvaje”, la conquista del territorio indígena y el sometimiento de sus habitantes, adquirieron un carácter civilizador que les daba justificación. Esa ocupación militar pasó a la historia con el pomposo y contradictorio nombre de “conquista del desierto”.

Sin embargo, esos espacios distaban mucho de ser un desierto. (…) eran asiento de una importante población indígena cuya presencia en la región se remontaba a más de doce mil años.

(…)

Más allá del río Salado –entre unos 100 y 150 kilómetros al sur-sudeste de Buenos Aires–, reconocido a fines de la época colonial como “frontera” con los indígenas pampeanos. (…)

(…)

La diversidad de paisajes y recursos generó desde muy temprano en sus pobladores la necesidad de acceder a recursos de otras regiones. Para ello, debían movilizarse hasta donde esos productos se encontraban u obtenerlos a través de otras comunidades que ya tenían acceso a ellos.

Movimientos y contactos alentaron ante todo la circulación de bienes considerados valiosos; pero con los productos viajaron también ideas, creencias y prácticas sociales.

La presencia europea, la adopción del caballo –que hizo más rápidos y fáciles los desplazamientos– y la presencia de nuevos bienes –muchos de origen europeo– intensificaron e hicieron más regulares esos intercambios, fortaleciendo la interdependencia entre los distintos grupos aborígenes, y entre éstos y el mundo hispano-criollo.

Tal proceso contribuyó a una creciente homogenización cultural y lingüística que culminó en el siglo XIX.

El mundo aborigen a comienzos del siglo XIX

Al iniciarse el siglo XIX, en los momentos previos a las revoluciones independentistas en Buenos Aires y Santiago de Chile, la frontera meridional del imperio español vivía una época de paz. Las relaciones entre los aborígenes, que habían cambiado profundamente su modo de vida tradicional, se habían estabilizado: la guerra, desplazada por las negociaciones políticas y el creciente comercio, era un recuerdo del pasado.

Esos cambios eran el resultado del largo contacto con los europeos asentados desde el siglo XVI en el centro de Chile, Cuyo y el litoral rioplatense.1 Las relaciones entre ambas sociedades, que habían conocido momentos de extrema violencia y etapas relativamente pacíficas, habían impactado en la vida de los pueblos aborígenes introduciendo entre ellos nuevos productos y bienes, prácticas económicas, sociales y políticas desconocidas, otras creencias y modos de pensamiento, que fueron pronto incorporados y adaptados a sus intereses y condiciones de vida. Como respuesta ante los desafíos que se les presentaban, los aborígenes transformaron su economía, su organización sociopolítica y sus sistemas de ideas y creencias.2

Paralelamente, se intensificaron las relaciones entre los pueblos que vivían a ambos lados de la cordillera andina. Esas relaciones se remontaban a tiempos prehispánicos y se incrementaron tras la invasión europea, favorecidas por la mayor movilidad que permitía el uso del caballo y por la disponibilidad de nuevos bienes que adquirieron gran valor. Como resultado, los pueblos pampeanos incorporaron también bienes, costumbres y creencias de la Araucanía, en particular la lengua, el mapudungun, convertida pronto en lengua franca en la región.3

Estos procesos se intensificaron durante el siglo XVIII, los cambios se profundizaron y se hizo visible una lenta pero continua homogenización lingüística y cultural en todo el territorio controlado por la sociedad aborigen.

Conflictos y remodelación del mundo indígena (ca. 1818-1835)

El inicio del proceso revolucionario de 1810 no alteró, al comienzo, la paz lograda en las décadas anteriores: los aborígenes permanecieron en calma y las nuevas autoridades criollas, necesitadas de recursos y hombres para enfrentar la guerra revolucionaria y la oposición interna, trataron de mantener la paz reinante. Sin embargo, la situación cambió a ambos lados de la cordillera hacia 1820.

En Buenos Aires, una profunda crisis política y social acabó con las aspiraciones de la elite porteña de establecer un gobierno centralizado bajo su control. Desplazada del comercio externo por comerciantes británicos, esa elite buscó rehacer fortuna y poder en la ganadería y la producción saladeril para la exportación, aprovechando la creciente demanda de materias primas, en especial cuero, sebo, carne salada y, más tarde, lana. El gobernador Martín Rodríguez inició una agresiva política de expansión territorial hacia el sur (1821-1824) en procura de tierras baratas para extender la ganadería. La frontera alcanzó las sierras de Tandilia, privando a los indígenas de excelentes tierras de pastoreo y generando una creciente competencia por terrenos y ganados. Los conflictos se extendieron por la frontera e iniciaron un ciclo de violencia que duró varios años.

Al oeste de la cordillera, en la Araucanía, mapuches y pehuenches comenzaron a inquietarse cuando, tras la batalla de Maipú (1818) y la toma de Concepción por los revoluciona­rios, los jefes realis­tas se refugiaron en la Araucanía y, apelando a antiguos tratados y relaciones personales con los caciques, incorporaron contingentes indígenas a sus ejércitos. Los revolucionarios buscaron el apoyo de otros caciques, rivales de los anteriores o amigos de oficiales republicanos. La guerra que siguió, llamada “guerra a muerte”, se extendió durante varios años con todo tipo de brutales actos de crueldad por parte de ambos bandos. Otros caciques trataron de permanecer neu­trales y algunos se refugiaron en las pampas con su gente para escapar al conflicto.

Las fuerzas realistas fueron derrota­das, pero algunos grupos –mezcla de indígenas, mestizos, oficiales reales y bandoleros– escaparon hacia el oriente de la cordille­ra, perseguidos por fuerzas revolucionarias dispuestas a destruirlos. El conflicto se extendió a las pampas, donde se prolongó casi una década más.4

La afluencia de indígenas trasandinos a las pampas fue significativa. Caciques que se movilizaban con sus guerreros y familias se asentaron en ese territorio, que conocían de antaño y donde, en muchos casos, tenían parientes. Su presencia generó enfrentamientos con grupos locales por el control de aguadas, tierras de pastoreo y puntos estratégicos en las rutas ganaderas, pues la llegada de esos nuevos pobladores coincidía con el avance de la frontera de Buenos Aires, que obligó a los indígenas del sur a retroceder hacia el interior de la pampa. Así, desde las fronteras, la violencia se extendió dentro del territorio, enfrentando a indígenas contra indígenas.

Recién a mediados de la década de 1830, tras la expedición militar de 1833 y 1834 conocida como “campaña al desierto”, Juan Manuel de Rosas5 logró estabilizar la frontera estableciendo estrechas relacio­nes con algunos caciques, los llamados “amigos” –como Juan Catriel, el Viejo–,6 y firmando acuerdos con otros, como Callfucurá, a quienes entregaba periódicamente regalos y donativos.

Los pueblos de la Araucanía hacia 1850

Superados los cruentos enfrentamientos de comienzos de la década de 1820, la paz volvió a las comunidades mapuches y a sus vecinos cordilleranos, los pehuenches. No faltaron por cierto algunos conflictos localizados, pero en general se retomaron así las relaciones pacíficas que habían predominado durante las últimas décadas de la época colonial. El comercio, la celebración periódica de grandes parlamentos o la acción de los misioneros constituyeron los ejes de esas relaciones.

Como ocurría en las pampas, la sociedad mapuche estaba ya profundamente transformada por el largo contacto con el mundo hispano-criollo y la intensificación de las relaciones con otros pueblos aborígenes. La paz y el aumento de la riqueza habían profundizado las diferencias sociales y fortalecido la autoridad de los principales linajes y de sus jefes. (…)

Surgimiento y consolidación de los grandes cacicatos pampeanos (1835-1850)

En las pampas, la relativa paz alcanzada después de 1936 favoreció la consolidación de algunos caciques, pues la eliminación de muchos jefes durante los enfrentamientos fortaleció a los que sobrevivieron y redujo los niveles de conflicto interno. De ese modo, a mediados del siglo XIX, los cacicatos pampeanos vivieron su momento de mayor apogeo y poder, alcanzando sus formas más complejas de organización económica, social y política y sus más sofisticadas producciones culturales. Los grandes caciques negociaban de igual a igual con los gobiernos criollos y podían lanzar devastadores ataques sobre las fronteras, creando serios problemas a las fuerzas militares que debían enfrentarlos.

(…)

Los grandes cacicatos pampeanos a mediados del siglo XIX

Hacia mediados del siglo XIX, los complejos y conflictivos procesos vividos durante las décadas de 1820 y 1830 habían culminado con la consolidación de grandes entidades políticas dirigidas por prestigiosos linajes y jefes poderosos.7

Caciques, guerreros y ganados

El poder y la riqueza de algunos de esos caciques fue un rasgo fundamental de la vida social indígena de la época. Algunos de ellos ocuparon un lugar relevante, como –para citar los más conocidos– Yanquetruz, Painé y Mariano Rosas entre los ranqueles, Callfucurá y su hijo Namuncurá entre los salineros, Pincén en los campos de Trenque Lauquen, Sayhueque en el país de las manza­nas, Reuque Cura y Feliciano Purrán en la tierra de los pehuenches, los Catriel y Coliqueo entre las tribus amigas asentadas en Buenos Aires.8 Las residencias de algunos de esos caciques –especialmente Chillihué, capital del cacicato de Callfucurá; Leuvucó, del de los ranqueles; o Caleufú, en el país de las manzanas– fueron verdaderos centros políticos, donde se tomaban decisiones fundamentales para la vida indígena.

La institución tradicional y característica de la vida política indígena eran las asambleas, juntas o parlamentos en los que participaban todos los conas u hombres de lanza. En ellas residía, en principio, el poder supremo y les correspondía decidir los asuntos fundamentales, consagrar a los grandes caciques y resolver cuestiones relacionadas con la guerra o la paz.

Junto a las asambleas, una jerarquía ordenada de caciques desempeñaba funciones de eminente carácter militar, dirigiendo a los guerreros en malones y ataques contra blancos o grupos indígenas rivales. Con el tiempo –siglo XVIII y pri­mera mitad del XIX–, la autoridad y el poder de algunos de esos caciques creció. A mediados de ese último siglo, eran ya el centro de la vida política y su autoridad e influencia excedían sus tradicionales funciones guerreras. En efecto, aunque carecían de aparatos formales –como leyes escritas, fuerza pública y un aparato administrativo–, los grandes caciques, cuya creciente autoridad se asentaba en el prestigio de su linaje y en el número de conas que eran capaces de movilizar, ejercían influencia determinante en las decisiones fundamentales y las resoluciones de las asambleas.
El cacicazgo era, en general, hereditario y (…) el sucesor provenía del mismo linaje o familia; pero también importaban otras condiciones, cada vez más decisivas a medida que se ascendía en la jerarquía política. Como jefe de guerra, el cacique debía ser valeroso, experto jinete, hábil en el manejo de las armas y con condiciones para organizar y guiar a sus guerreros durante los malones. Debía además ser experto en las tareas pecuarias y poseer dotes de orador, condi­ción fundamental para dirigir y controlar parlamentos y asam­bleas.

Pero también pesaba cada vez más la riqueza, que provenía esencialmente tanto del producto de los grandes malones como de los regalos y las raciones con que el gobierno nacional o los gobiernos provinciales trataban de ganar su amistad o neutralizar los ata­ques. (…)

La riqueza concentrada por cada cacique se redistribuía a través de la compra de esposas, que implicaban alianzas políticas con otros linajes; de los repartos de licor y los permanentes banquetes con que se agasajaba a los invitados; de la manutención de los allegados, indígenas o blancos que solían vivir junto con él, desempeñaban distintas tareas y lo acompañaban en los malones y las asambleas. Cuanto más generosos se mostraban los caciques, mayores eran, seguramente, su prestigio y la autoridad sobre sus seguidores, cuyo apoyo era esencial a la hora de tomar decisiones en los parlamentos, donde debían demostrar su poder de convencimiento y su autoridad.

En el fortalecimiento de esa autoridad fue importante el manejo de información. Una vasta red de espías les permitía un estrecho control interno y de lo que ocurría en los cacicatos vecinos. Además, los caciques manejaban información sobre lo que pasaba en las provincias argen­tinas (…).

Paralelamente, el gran tráfico ganadero, es decir el movimiento de ganados en gran escala y las actividades conectadas a ese movimiento, se había convertido en el sostén de esa vida política y de la riqueza de sus dirigentes, que alcanzaron su mayor grado de organización. (…) se apoyaba principalmente en la apropiación de animales en las haciendas o estancias de la frontera, objetivo fundamental de los malones, y en su posterior traslado al territorio trasandino, mercado normal de esos ganados. (…)

Su manejo suponía una vasta organización (…). El sistema se apoyaba en una compleja y bien articulada red de caminos –las rastrilladas–, en el control de puntos clave con agua y pastos y en la construcción de represas o reservorios de agua en lugares estratégicos. (…)

A este movimiento de ganados se vinculaba la principal actividad mercantil indígena, pues la venta de estos animales a los pueblos de la Araucanía o en las fronteras de Chile permitía obtener múltiples bienes, de gran valor económico pero sobre todo simbólico, como licores y vino, metales –sobre todo plata–, sombreros y prendas de vestir europeas, adornos y añil, entre otros; pero la plata y los licores, bienes de gran prestigio, resultaban fundamentales, y sus destinatarios eran los caciques que organizaban los malones o controlaban la circulación. La exhibición de piezas de plata era la mayor expresión de riqueza y prestigio (…).

 

La vida en las tolderías

(…) en el ámbito más reducido de las tolderías, una activa vida económica y social aportaba las bases materiales que sostenían la supervivencia y la reproducción de la vida biológica y social indígenas.

La toldería fue, en efecto, el ámbito nuclear de la vida social aborigen. Sus ocupantes estaban, o se consideraban, emparentados entre sí, es decir, unidos por lazos familiares. Cada vivienda o toldo era ocupado por una familia ampliada –padre, esposa o esposas, hijos e hijas solteros, hijos casados, nietos– y las familias que convivían en la toldería tenían relaciones de paren­tesco más lejanas, formando un linaje que reconocía un antepasado común y llevaba un mismo nombre gentilicio.

No todas las familias eran iguales dentro del linaje y el jefe de una de ellas, seguramente la considerada genealógica­mente más cercana al fundador del linaje, ejercía la jefatura. (…)

Junto con los miembros de los linajes vivían en las tolderías otros dos grupos. Por un lado, estaban los cautivos, esencialmente cautivas, a veces en número considera­ble; generalmente apresados en los malones, estos cautivos –que podían ser blancos o indígenas de grupos rivales– formaban una fuerza de trabajo importante que se agregaba, en cada toldo, a la del grupo familiar. El comercio de cautivos constituía un rubro importante dentro de la economía indígena.

Por otro lado, se encontraba un grupo de indígenas y blancos refugiados, los agregados o allegados, extraños personajes de rasgos más difu­sos que vivían a expensas de los caciques formando una verdadera clientela y cumpliendo para éstos variadas tareas: lo acompañaban en los malones, participaban en juntas y parlamentos, actuaban como sus espías o informantes y, a veces, en el caso de cristianos que sabían escribir, como secretarios o escribientes responsables de la correspondencia.

El sostenimiento de la vida de la toldería se apoyaba en una activa economía de carácter doméstico o comunal. Es aquí donde se nota más el impacto del largo contacto con la sociedad criolla y la incorporación de elementos de origen europeo y mapuche. En efecto, distintas actividades económicas satisfacían las necesidades cotidianas en las tolderías.

En torno a los toldos, el pastoreo de rebaños en pequeña o mediana escala proveía alimento –carne, sangre y leche, usada para hacer queso– para consumo familiar y distintas materias primas, principalmente cueros y lana, pero también huesos, astas, cerdas y crines, nervios y tendones. (…)

Los caballos (…) eran la base del poder militar, el prestigio y la fortuna de los guerreros (conas) que se ocupaban personalmente de su adiestramiento y cuidado. Los malones, el movimiento de ganados y las grandes cacerías o boleadas de guanacos y ñandúes hubieran sido impensables sin el caballo.

Junto al pastoreo, la caza, el cultivo y la recolección formaban un conjunto flexible y bien integrado de producciones que se adaptaba a las variadas condiciones ambientales de la región. (…)

Las tolderías eran el centro de una importante actividad artesanal que, además de cubrir necesidades internas, dejaba saldos para intercambiar. En algunos casos, esas actividades se ajustaban a las necesidades de la vida en las llanuras y a los materiales disponibles, principalmente cueros y madera, productos esenciales en la construcción de toldos. Los cueros servían además para confeccionar ropas y fabricar múltiples utensilios y piezas de talabartería, como lazos, riendas, alforjas y partes de aperos. (…)

Para el tejido y la metalurgia, en cambio, usaban técnicas originarias de la Araucanía que se habían enriquecido por el contacto con la población hispano-criolla de las pampas. El tejido, que fue una actividad fundamental y dio a sus mujeres justa fama en esta actividad, proveía buena parte del atuendo y dejaba saldos para intercambiar en las fronteras, donde los ponchos indios y las mantas conocidas como matras –usadas en los recados– eran particularmente apreciados. Los ponchos poseían, en algunos casos, un valor simbólico que excedía lo utilitario.9

La platería fue quizá la producción técnica y estéticamente más importante de la región y algunos sitios fueron centros importantes del trabajo de la plata. Los metales, inexistentes en las llanuras, se obtenían del comercio con la Araucanía y el territorio chileno, en barras, piezas labradas o moneda sellada, y se fundían y labraban en los talleres pampeanos. Los objetos de plata constituían el principal ordenador social del mundo indígena, y denotaban riqueza, prestigio y autoridad. Eran acumulados por los jefes más poderosos, que los lucían en todos los momentos importantes de la vida ritual y social. Como el trabajo del cuero, la platería era una actividad propia de los hombres, y generaba admiración y respeto hacia quienes la practicaban.10
(…) Los intercambios con la sociedad criolla ocupaban un lugar fundamental en la frontera con las provincias argentinas, especialmente Buenos Aires, donde continuaba la tradición colonial. Allí colocaban los excedentes de su producción y obtenían a cambio harinas, azúcar, telas livianas, adornos, prendas de vestir, quincallería y los llamados “vicios”, esto es, tabaco, yerba mate y licores. En buena medida ese comercio tenía lugar en fuertes, puestos y pulperías de la frontera, pero los indígenas seguían llegando con frecuencia a la misma ciudad.

(…) En suma, la importancia del ganado, la organi­zación de un vasto circuito mercantil y el fuerte carácter guerrero que tal empresa asumió consti­tuyeron los fundamentos del ordenamiento social del mundo indíge­na. Así, hacia el interior de la toldería, las divisiones sociales resultaban del carácter de la vida económica y se asentaban en una división del trabajo basada esencial­mente en el sexo. Los hombres se ocupaban de la obtención, el transporte y la comercialización de los ganados, y, como el malón era una empresa militarizada, guerra y ganados aparecían fuertemente unidos. Las actividades vincu­ladas con el ciclo doméstico, en cambio, quedaban en manos de las mujeres y los niños.

Como resultado, la primera división bien establecida en la sociedad era entre lanzas y chusma, entre los guerreros, conas, y quienes no lo eran. Los primeros eran el estrato dominante de la sociedad y a ellos se reservaban otras actividades prestigiosas: las grandes cacerías –verdadero entrenam­iento ecuestre–, el trabajo del cuero y, sobre todo, la platería. Entre estos conas, la posesión de riquezas profundizó las diferencias, reconociéndose la existen­cia de indios ricos e indios pobres. (…)

Por debajo, se encontraba la chus­ma, el resto de la población, mezcla poco diferenciada de mujeres –fueran indias o cautivas–, niños, ancianos y cautivos. Sobre ellos, en particular sobre las mujeres, recaía el peso mayor del traba­jo. Eran una fuerza laboral esencial pues, además de las tareas domésticas propiamente dichas (…) construían los toldos, cuidaban los rebaños y los cultivos, recolectaban y tejían. Con sus personas y su trabajo contribuían a la supervivencia de la comunidad tanto biológica, en cuanto madres, como social, en cuanto productoras. Su control, su situación de inferioridad y su sometimiento a los hombres eran los rasgos más marcados de desigualdad en la sociedad indígena.

Los cautivos blancos constituían un núcleo importante. (…) Las cautivas realizaban tareas semejantes a las otras muje­res, especialmente las más pesa­das, y podían convertirse en concubinas del dueño del toldo. (…)

En síntesis, del carácter de la organización de la economía derivaron la división del trabajo, la ubicación de los distintos grupos en la sociedad y los conceptos de prestigio y riqueza que sustentaron una marcada jerarquización social, base del sistema político. Sin la producción doméstica y el trabajo de mujeres y niños, hubiera sido imposible el funcionamiento de los circuitos ganaderos que proveían la riqueza que sustentó la jerarquización social y el poder de los grandes caciques y, en general, de la vida misma de la sociedad indígena.

La crisis del mundo indígena (ca. 1872-1885)

Hacia 1870, parecían dadas las condiciones para encarar el problema fronterizo, una cuestión pendiente que el Estado argentino debía resolver (…)

Dos cuestiones estaban en juego: por un lado, desarro­llar condiciones básicas para la expansión de una economía agroexportadora, conforme el proyecto liberal vigente; por otro, definir el área de su soberanía y su extensión territorial frente a las aspiraciones del vecino estado chileno. Además, la frontera constituía un ámbito de real o potencial perturbación social nunca bien controlado.

La situación hizo crisis en diciembre de 1874, cuando Namuncurá y otros caciques, como Pincén, Baigorrita y Juan José Catriel, hasta entonces aliado del gobierno nacional, iniciaron un duro ataque y asolaron durante casi tres meses la frontera, especialmente el sur bonaerense. El llamado “malón grande”, que causó conmoción en Buenos Aires y fue la última gran empresa guerrera de los caciques pampeanos, aceleró la ejecución del proyecto de avance de la frontera ideado por el ministro Adolfo Alsina. (…) Se comenzó entonces la construcción de una extensa zanja y un sistema de fuertes para asegurar las tierras conquistadas, impedir nuevos ataques y servir de base para futuros avances. (…)

El general Julio Argentino Roca (…) elaboró un plan destinado a poner fin, en forma definitiva, a la existencia de esa frontera, ocupando militarmente el territorio indígena y sometiendo o aniquilando a su población. (…)

Las campañas militares continuaron hasta 1885 con la ocupación de las tierras situadas al sur de río Negro. Como resultado, pasó a manos del nuevo Estado nacional argentino el control, al menos formal, de las extensas tierras pampeanas y patagónicas; los antiguos dueños de las tierras pasaron a ser una minoría étnica sometida y marginada.

Pero el control real de los territorios meridionales demandó varias décadas más. La conquista tuvo su lado oscuro, el de los vencidos. Muchos murieron en combates o en la huida; algunos cruzaron la cordillera para unirse a sus hermanos de la Araucanía o se refugiaron en zonas alejadas, especialmente en el interior patagónico; otros, principalmente mujeres, niños y ancianos, fueron capturados. Hacinados en campos de prisioneros (…). Pocos sobrevi­vieron: mujeres y niños, para terminar como sirvientes de las familias más ricas; los hombres, para caer víctimas del trabajo forzado en los barcos o en la zafra azucarera. (…)

Marginadas económica y socialmente e invisibilizadas por la política del Estado, las comunidades aborígenes no desaparecieron. Algunas sobrevivieron y se acomodaron a la nueva situación negociando, con desigual suerte, con los nuevos dueños de sus tierras; otras retornaron de las zonas trasandinas donde se habían refugiado cuando, un par de años después, el Estado chileno ocupó esos territorios. Comenzaron entonces una larga lucha por la existencia, que aún continúa. Durante más de un siglo, debieron cambiar –al menos para afuera, es decir, para el blanco– muchas de sus prácticas y costumbres y reformular sus propias identidades. Y lo hicieron con éxito, como lo demuestra su supervivencia en las peores condiciones.


1 Para una breve síntesis del proceso de exploración y conquista de los territorios meridionales americanos y las primeras resistencias indígenas, véase Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a 1910, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 188-194 y 200-207.

2 Ídem, pp. 218-230; también Raúl Mandrini, “Los pueblos originarios del mundo pampeano y patagónico”, en Claudia Caraballo de Quentin (ed.), Platería de las pampas, Buenos Aires, Larivière, 2008, pp. 28-35.

3 Véase Raúl Mandrini y Sara Ortelli, “Los araucanos en las pampas (ca. 1700-1850)”, en Guillaume Boccara (ed.), Colonización, resistencia y mestizaje en las Américas (siglos XVI-XX), Quito, Abya Yala-Instituto Francés de Estudios Andinos, 2002, pp. 237-257.

4 Véase un vivo y colorido relato de la vida de un personaje vinculado a estos episodios en Daniel Villar, “La corta vida errante de un criollo entre los indios. Juan de Dios Montero”, en Raúl Mandrini (ed.), Vivir entre dos mundos. Las fronteras del sur de la Argentina. Siglos XVIII-XIX, Buenos Aires, Taurus, 2006, pp. 97-117.

5 Fue uno de los más importantes hacendados de Buenos Aires y un destacado empresario saladeril. Su carrera política se vinculó estrechamente con su accionar en la frontera, su conocimiento del mundo rural y la amistad con algunos caciques. Habiendo adherido a la facción federal, fue gobernador de Buenos Aires entre 1829 y 1833, imponiendo un férreo control político para acabar con las luchas internas que precedieron a su gobierno. Tras la campaña al desierto, volvió a ser electo gobernador, cargo que retuvo hasta su derrota en 1852, tras lo cual se exilió en Inglaterra. Durante su segundo gobierno debió hacer frente a varios levantamientos armados de sus adversarios políticos y a conflictos internacionales.

6 Sobre la vida de Juan Catriel y sus sucesores, véase Marcelino Irianni, “Una dinastía de medio siglo. Los Catriel”, en Raúl Mandrini (ed.), Vivir entre dos mundos..., pp. 139-170.

7 Para una descripción más amplia de la vida de los grandes cacicatos pampeanos, véase Raúl Mandrini y Sara Ortelli, Volver al país de los araucanos,Buenos Aires, Sudamericana, 1992. Un análisis de los aspectos económico, en Raúl Mandrini, “¿Sólo de caza y robos vivían los indios...? La organización económica de los cacicatos pampeanos del siglo XIX”, Siglo XIX. Revista de Historia, 2ª época, Nº 15, México, Instituto Mora, 1994, pp. 5-24.

8 Véase Raúl Mandrini, “Los grandes caciques de las pampas”, en Claudia Caraballo de Quentin (ed.), Platería de las pampas, pp. 69-72.

9 Además de su valor utilitario, el tejido adquiría –como ocurría en el mundo andino– un valor simbólico e incluso mágico. Recuérdese el caso del poncho regalado a Lucio V. Mansilla por Mariano Rosas (Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles [1870], Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1984, p. 332). Sobre el poncho, véase el artículo de Graciela Suárez en este volumen.

10 Véanse, por ejemplo, referencias en Estanislao Zeballos, en Viaje al país de los araucanos (1879), Buenos Aires, Hachette, 1960, pp. 244-245; Lucio V. Mansilla, Una excursión..., pp. 364-366 y 372-373. Henry Armaignac (Viaje por las pampas argentinas. Cacerías en el Quequén Grande y otras andanzas [1876], Buenos Aires, Eudeba, 2ª ed. 1976; pp. 128-129) registra un dato significativo sobre el valor de la plata como indicador de prestigio: en el toldo de Catriel fue servido con bombilla de plata; los demás indios –salvo el cacique y sus invitados– usaban bombillas de latón.

 

Diseños y colores en la llanura
Ruth Corcuera

(…) En el tejido pampa del siglo XIX se puede señalar un amplio número de diseños y un uso del color que evidencia rastros del viejo fondo común andino. A ellos deben agregarse aspectos de la cultura que abarcativamente denominamos “mapuche”. Con su entrada en la región, los mapuches desplazaron a otros grupos étnicos, entre los que se encuentran los tehuelches. Sin embargo, en ambas etnias y en prendas distintas hallamos diseños similares (…) una concepción del espacio en cuatro grandes zonas, que a su vez corresponden a lugares y colores sagrados, lo que indicaría una posible “cosmovisión compartida”.

(…) los pueblos ágrafos utilizaron diseños y colores para perpetuar la tradición oral que daba identidad al grupo. Nos encontramos frente a una visualización de la verbalización, como sucede entre otras culturas que no conocían la escritura.

(…) La reiteración juega como lo hace la música en las sociedades arcaicas, puesto que la repetición refuerza la invocación. Todo funciona como un lenguaje cuya finalidad es conmover a los dioses. No nos cabe duda de que la reiteración de grecas en tejidos, en la pintura de los quillangos tehuelches y en los cueros de caballos, responde a rogativas. En estos diseños también se advierten referencias respecto de las genealogías de ciertos grupos o el poder de jefes tribales.11 Los datos etnográficos que poseemos del siglo XIX nos señalan la necesidad que tenían de ostentar su prestigio mediante sus textiles.

(…)

La simbología de la forma está vinculada a los ritos. Ambos poseen un común denominador: la búsqueda del equilibrio cósmico.

(…) los diseños y los colores actúan como manifestaciones simbólicas de lo sagrado.

En la cosmovisión mapuche, la tierra es representada por un cuadrado dividido por sus diagonales en cuatro triángulos, al igual que el Tahuantisuyu del mundo andino. Cada triángulo está identificado por un color: el azul y/o blanco, colores “del bien”, y el negro, que señala las zonas “del mal”. El centro del cuadrado, donde convergen los cuatro triángulos, es verde, color asignado a la madre tierra. El color está ligado a esta visión del cosmos y de sus plataformas. En esta síntesis simbólica observamos en la plataforma terrestre una yuxtaposición de colores, que representan tanto niveles mágico-religiosos como empírico-naturales. Este hecho ilustra elocuentemente una característica profunda del pensamiento onírico mapuche, en el cual confluyen, flexiblemente y sin aparentes contradicciones, la imaginación y la realidad. Ellos ven en la naturaleza lo trascendente, lo sobrenatural proyectado en lo natural. (…)

La división del mundo en cuatro partes parece desplazarse hacia el sur con algunas variantes respecto de la estrella inca. Esta iconografía del sur también se asimila, según se ha podido observar, al ojo del felino. (…) Si bien desconocemos en qué momento llega a nuestras llanuras, en ellas también encontramos este diseño, fundamentalmente en los ponchos.

En las grandes llanuras argentinas, a partir de los entrecruzamientos culturales entre tribus y luego con los europeos, hay poca memoria de las relaciones entre mitos y tejidos, pero el hombre a caballo nunca ha dejado de tener las estrellas como guía. Nómadas y navegantes han compartido un mismo instrumento para orientarse.

(…)

Técnicas y herramientas

(…) Si consideramos el instrumental textil, especialmente el telar de los pueblos de este extremo meridional de América, advertimos dos rasgos significativos: la simplicidad del mismo y el hecho de que se haya conservado hasta épocas recientes.

(…) con instrumentos simples se obtienen técnicas complejas y ésta es una de las características de las culturas textiles prehispánicas, por ello constituyen un ejemplo de laboriosidad.

(…)

El material y la técnica también nos llevan a reflexiones acerca de tradiciones recibidas y de incorporaciones. El centro surandino, tecnológicamente, es dominio de uno de los dos elementos que componen el verdadero tejido. La urdimbre es el elemento dominante, tanto que se ha llegado a señalar que somos un área de faz de urdimbre, puesto que hace cinco mil años que esa técnica nos acompaña, quizá debido al factor climático. En cuanto a los materiales del tejido, el encuentro de la lana de oveja debe haber significado, para los tejedores del sur del continente, un soporte ideal para expresar, no sólo por el diseño sino por el color, sus cosmovisiones y preferencias.

(…)

Los textiles actúan como un registro de lo cotidiano y de lo trascendente en la vida de los pueblos.

11 Los tehuelches establecían una clara diferencia entre el valor del quillango, manto de piel de guanaco que oficiaba de capa sagrada en las ceremonias, y los trabajos de cuero de caballo, que eran de uso más difundido y que sólo en ciertos casos, como el de los toldos, parecerían haber adquirido una función más elaborada.

 

De los metales precolombinos a la platería pampa
Claudia Caraballo de Quentin

En las culturas precolombinas, el oro y la plata formaron parte de los emblemas de jerarquía y poder utilizados por los personajes de más alto rango. Los pueblos de México, Colombia, Ecuador, Costa Rica, Perú y Alto Perú –hoy República de Bolivia–, abundantes en metales y piedras preciosas, dejaron testimonio de piezas labradas en estos metales. (…)

Aunque muy escasos, en el Noroeste argentino también se han hallado objetos de oro y plata procedentes de distintas culturas arqueológicas precolombinas. (…)

A partir de la conquista, comenzó a desarrollarse en el Nuevo Mundo una orfebrería que adquirió rápidamente su propio estilo. (…)

Se sabe que los primeros plateros llegados a Perú en el siglo XVI eran de origen flamenco y germánico. Luego, arribaron plateros españoles y otros provenientes de regiones que dependían de la Corona de España, quienes produjeron magníficas obras y enseñaron el arte de su oficio a jóvenes aprendices indígenas (…).

Estos artesanos no tardaron en aprender los secretos de la orfebrería y pronto se convirtieron en verdaderos artífices del arte colonial. Bautizados en la fe cristiana, plasmaron en la platería Cristos, vírgenes, santos y ángeles con fisonomía y tipología indígenas; también labraron motivos de los reinos vegetal y animal. Paulatinamente, se fueron apartando de la influencia de la estética europea y lograron dar a las obras un carácter autóctono.

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A partir de fines del siglo XVII y principalmente durante el siglo XVIII,  se instalaron en la capital de la Gobernación de Buenos Aires los primeros plateros europeos, de distintos orígenes, pero en particular provenientes de Portugal y España, y en menor número de Italia y Francia. Como sucedió en Perú, ellos trajeron consigo sus propios estilos y a su vez enseñaron a los aprendices locales a labrar objetos litúrgicos y seculares que les eran encomendados. El trabajo de estos plateros desplazó gradualmente a la competencia que ejercían las piezas procedentes principalmente de Perú, aunque nunca pudieron igualar la excelencia en el diseño y la factura de aquellas.

Desde mediados del siglo XVIII, muchos artesanos potosinos y limeños emigraron a Buenos Aires, probablemente a causa de la paulatina depresión económica que trajo el agotamiento de las minas de Potosí, lo que se reflejó también en la declinación del trabajo de los plateros y orfebres en el Alto Perú. (…)

La platería producida en Buenos Aires durante [el siglo XIX] adquirió un estilo propio, menos barroco y más simple. Si bien, a diferencia de lo que ocurría en el Alto y el Bajo Perú, los metales preciosos no abundaban, en el Río de la Plata se produjeron objetos litúrgicos para las iglesias y los altares domésticos de las devotas familias pudientes. También se labraron un sinnúmero de bellísimos candelabros, platos, fuentes, jarras, mates, bombillas y otros objetos de uso cotidiano.

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La platería pampa y su contemporánea, la platería criolla

A partir de mediados del siglo XVIII, en Buenos Aires ya había cuarenta y ocho plateros, entre nativos, españoles y portugueses, entre maestros y oficiales expertos. Ellos labraron fundamentalmente piezas que formaban parte del apero12 de montar y eran muy requeridas por hacendados. Así nació y se popularizó la platería que hoy se conoce como criolla; al principio estaba inspirada en modelos europeos, pero poco a poco se fue transformando hasta adquirir identidad propia y alcanzar su apogeo a fines del siglo XIX y principios del XX. (…)

Hay pruebas de que en el vasto corredor de las pampas existía otro estilo de platería, contemporánea de la criolla: la platería pampa. Labrada por los plateros o retrafe de los pueblos originarios, esta platería es distinta en la ornamentación. En realidad, la platería pampa proviene de una conjunción de etnias entre las que se destacan la pehuenche, la pampa y la ranquel, y tuvo su auge a fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX. Lamentablemente no se ha podido hallar casi ninguna pieza del siglo XVIII debido a que muchas de esas prendas fueron enterradas con los caciques, según la usanza indígena, y otras fueron fundidas para labrar nuevas piezas.

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Como se ha dicho, el comercio entre indígenas y blancos era intenso. En épocas de paz, el gobierno y las diferentes comunidades indígenas mantenían relaciones amistosas mediante la celebración de pactos y acuerdos. El gobierno se comprometía a proveer periódicamente a los caciques de aguardiente, yerba mate, uniformes, bueyes, piezas de paño y monturas, entre otras cosas. Pero lo más codiciado era la platería –monedas de plata y chapeados, como se solía llamar a las piezas del apero–. En reciprocidad, los caciques debían comprometerse a respetar un territorio determinado en la inmensidad de la llanura.

Los indígenas obtenían entonces el preciado metal en pago por la venta de grandes rebaños de hacienda o como obsequio por parte del gobierno, aunque también como botín de los malones y saqueos a las iglesias. No hay que olvidar que la plata pura era escasa en las pampas y que los nativos, para labrar sus propias prendas, debían fundir monedas o piezas de plata de buena ley.

La platería pampa toma su nombre del espacio geográfico donde afluyeron las distintas comunidades en busca de campos fértiles para su asentamiento. Los caciques o lonkos representaban el poder político, económico y social de sus respectivas naciones13 y sólo lucían sus prendas de plata cuando engalanaban sus caballos para asistir a los parlamentos o a las ceremonias, pero nunca para salir a maloquear.14

Es importante mencionar que, tanto en las pampas como allende la cordillera, la ostentación del poder de un cacique se manifestaba también en la riqueza de las joyas que componían el ajuar de sus mujeres. Al parecer, las joyas de las mujeres de las pampas eran más sobrias y, si bien la factura en ambas regiones era casi idéntica, las ornamentaciones presentan sutiles diferencias.


Diferencias entre la platería criolla y la platería pampa

En la platería criolla predominan las técnicas del repujado y cincelado, con motivos que ocupan casi toda la superficie de la pieza, con un aspecto más barroco, o sea que las piezas son más recargadas y el cincelado es profundo. El ritmo de este último es uniforme, regular y preciso. Las decoraciones se repiten en todas las piezas del apero, cosa que no sucede en la platería indígena.

En la orfebrería pampa, en cambio, las decoraciones son sobrias, el cincelado es sutil y las incisiones no son profundas. Los plateros indígenas sólo hacían uso de la técnica del repujado15 para marcar las semiesferas que se encuentran con mucha frecuencia en las prendas del hombre y del caballo, así como en tupus y sekiles;16 estas semiesferas podrían aludir a la base convexa del kultrum.17

Los indígenas de las pampas casi no hacían uso del oro, porque sostenían que ese metal había sido la causa de la muerte de tantos “hermanos” en las guerras contra los conquistadores y durante el descubrimiento y la extracción de la plata de las minas de Potosí. Cuando lo empleaban, era siempre en muy pequeñas cantidades. Preferían entonces el oro naranja al amarillo, quizá porque es más puro.18

Es importante señalar que la platería de todas las naciones indígenas presenta como común denominador una apariencia mate, porque el acabado se lograba con tierras tamizadas y ceniza. (…) no reluce como las piezas de la platería criolla, que son pulidas.

En el siglo XIX, cuando todas las expresiones artísticas en la metalurgia presentaban diseños elaborados, los pueblos indígenas, a pesar del contacto con esas expresiones, crearon objetos que conmueven por su simplicidad y la pureza de sus formas, dejando constancia de su arte y su cosmovisión.


12 Apero o apero criollo: conjunto de piezas que forman todas las partes del recado o montura gauchesca, incluso el conjunto de freno, cabezada, riendas y el lazo.

13 “Naciones indígenas” era el nombre que se le daba a las parcialidades que pertenecían al mismo origen.

14 Maloquear: acometer contra el enemigo en forma de ataques inesperados.

15 Repujado: labrado a martillo de modo que en una de las caras del metal resultan formas en relieve.

16 Tupu: prendedor. Sekil: pectoral.

17 Kultrum: tambor ceremonial usado por las machis o sacerdotisas indígenas, para invocar a los dioses.

18 El oro naranja tiene 22 kilates; el amarillo, 21 kilates.

 

El poncho inglés
Claudia Caraballo de Quentin

(…)Las casas británicas de comercio asumieron un papel protagónico en el desarrollo de las estructuras económicas de la Argentina en el primer tercio y mediados del siglo XIX comprendieron las necesidades del mercado rioplatense. (…)

Inglaterra, que era el gran productor textil de la época, exportó a varias partes del mundo hilados de algodón, lana, y telas de diversos tipos, tanto para la confección de trajes como de vestidos, adaptados al gusto de cada clientela. De ese modo, llega al Río de la Plata el poncho inglés o poncho de paño. Supliendo las mismas necesidades que el poncho pampa tejido por las mujeres indígenas de las pampas y la Araucanía; el poncho inglés era más barato por su bajo costo de producción. El poncho inglés tuvo amplia difusión en la provincia de Buenos Aires, el litoral argentino, la Banda Oriental, el sur de Brasil, Chile y al parecer también en Perú. Estas prendas no eran usadas únicamente por los blancos sino que también eran los ponchos preferidos por los indígenas.

Si bien algunos de estos ponchos reproducen diseños florales tradicionales de la época victoriana, la mayor parte de ellos exhiben motivos ajenos a la tradición inglesa. Fabricados para el mercado argentino, muestran una amplia gama de tonos marrones o azules que se asocian a los colores de la tierra y los azules de los cielos nocturnos. Representaciones estilizadas de plumas de ñandú, mantos de gato montes, soles, estrellas, lunas, rayos, motivos llamados ojo de perdiz, grecas y guardas, y una gran variedad de otros motivos. En los ponchos ingleses también se reproducían los diseños de estampados del movimiento llamado Arts and Crafts,entre los cuales los más conocidos eran los creados por William Morris (1834-1896). (…) En la historia del diseño su nombre queda ligado al aporte novedoso que hizo en el estampado de telas y papeles de pared, introduciendo la repetición de motivos basados en la naturaleza y su colorido.

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El general Lucio V. Mansilla, en su emblemático texto Una excursión a los indios ranqueles, relata su sorpresa al encontrarse frente a frente con el cacique Mariano Rosas así vestido: Me recibió con camisa “modoré”, adornada con trencilla negra, pañuelo de seda al cuello, calzoncillo orlado con fleco y chiripá con poncho inglés.

También en ese período existía el poncho patria usado por el regimiento argentino de caballería, los “blandengues” de principios de siglo XVIII, originado durante la dominación colonial española. Confeccionado en Inglaterra, de paño grueso color azul oscuro, con forro de bayoneta colorada, el poncho patria tenía cuello y una abertura que se cerraba con botones en el pecho. Posiblemente haya sido una adaptación de las capas militares españolas. (…) Por ser el gobierno nacional el que proporcionaba y regalaba a los caciques esta clase de poncho, que era muy popular entre ellos, se lo denominó poncho patria. (…)