ARTE EN ESCENA - Anna Martirolo
{NOTA_BAJADA}

Desde que fue concebido hasta su apertura en el año 2010, el Museo Nacional de las Artes del Siglo XXI (MAXXI) se constituyó como una fuente extraordinaria de oportunidades.

El compromiso público de dedicarle a la contemporaneidad un proyecto arquitectónico de tan amplia relevancia internacional garantiza que la comunidad cuente con una estructura capaz de albergar un laboratorio de actividades que, con vistas al futuro, les abre sus puertas a todos los aspectos de la contemporaneidad global, pero bien enraizado en un contexto cultural único en el mundo: el italiano.
El desafío que plantea el propio edificio es sólo el primero de muchos: funcionar en un contexto arquitectónico innovador, un unicum que supera todo texto museológico y museográfico precedente, unido al desafío de investigar nuevas perspectivas y estrategias válidas para brindar una oferta cultural que responda a las exigencias que impone el nuevo milenio.

La tarea más estimulante es justamente la de hacer dialogar, en el sinuoso recorrido diseñado por Zaha Hadid, la multiplicidad de escenarios y lenguajes de la cultura contemporánea, imaginando un gran laboratorio para la producción de ideas, donde arte y arquitectura cobren formas diversas en cada oportunidad.

El espacio del arte –ese tema tan amplio y cargado de historia, que constituye uno los puntos cardinales de la práctica artística, de la argumentación crítica y del debate curatorial y museístico–, es por lo tanto el nodo crucial que signó el lanzamiento del MAXXI.

De hecho, la colección es el punto fijo de enganche para este flujo ininterrumpido de transformaciones culturales y sociales, así como de líneas arquitectónicas, y la obra de arte es el canon, la unidad de medida sobre la cual se esboza la totalidad proyecto.

Sobre la sólida base de obras de artistas ya historizados, individualizados entre aquellos cuya línea de investigación fue fundante para la generación de artistas siguiente, la colección va creciendo con la adquisición de obras de artistas que a partir de la década de 1990, interpretaron la poética y las tensiones de un modelo social en proceso de cambio. Después llegaron las generaciones más jóvenes, que son los que siguen marcando el ritmo de la contemporaneidad más acuciante.

La colección se acrecienta de ese modo al compás de la actividad expositiva, de la producción de obras site specific, y de importantes donaciones destinadas a profundizar algunas líneas de investigación ancladas en la vocación de origen del MAXXI: la de preservar y valorizar su pertenencia a un contexto cultural y geográfico, el italiano, que une a Europa con el Mediterráneo, y que puede ser considerado único por la historia de la que es parte y por la influencia que ejerce.

En este sentido, y gracias también a la excelencia y la originalidad de los espacios expositivos, la colección se caracteriza por su conservación y por su cualidad de poder ser vista una y otra vez desde nuevos puntos de vista, nuevas experimentaciones y nuevas propuestas.

De allí surge la presentación de Art on stage: un proyecto que, para esta ocasión, articula la colección configurándola como un espacio escénico, casi teatral. Las obras con íconos, símbolos de imágenes de una representación del deseo individual y colectivo que, en su conjunto, representa a su vez una sensibilidad abarcadora y una idea de la escena italiana en tanto “imaginario” político, ético, social y existencial en el que los artistas italianos e internacionales más de una vez se cruzan para reflexionar y generar sugerentes propuestas.

Por otra parte, ese imaginario muchas veces implica un territorio en el que la vida ofrece una multitud de cruces y donde los impulsos emocionales corren por los espacios más recónditos del alma humana.
Tragedia y comedia se combinan y transportan ese imaginario a una dimensión a veces onírica, otras sagrada, o lo convierten incluso en un proscenio sobre el que pone en escena la vida, y donde a través de un giro humorístico y desacralizador, el artista encuentra nuevas capacidades creativas que llevan a un sofisticado formalismo y a nuevas posibilidades expresivas. Es precisamente en esa relación entre realidad, representación e interpretación, –que más que en ningún otro lugar, emerge con fuerza en Italia cuando el artista se aboca a representar un fragmento de la naturaleza, como en el caso de la Aurora de Mario Airò, o cuando apunta al imaginario popular, como en LeOre, de Ontani–, donde mitos y leyendas resurgen de lo profundo de nuestra cultura iconográfica para enfrentar con ironía y de manera poco convencional el tema identitario presente en nuestra historia.

La extraordinaria capacidad de reelaborar la realidad con ironía es más que evidente en Statua (figura distesa) de Gino De Dominicis, con su búsqueda elaborada, y a veces “oculta”, en torno al tema del paso del tiempo, la conquista de la inmortalidad, la invisibilidad y la consecución de objetivos imposibles, así como lo es en Maurizio Cattelan el modo de observar la vida a través de las distorsiones de la realidad, enviando un mensaje potente sobre el mundo contemporáneo, que desafía la relación umbilical con el pasado y con la historia, convertida de esa manera en una parodia grotesca y a veces caricaturesca.

Es también a través de una sarcástica ironía que mira el mundo Francesco Vezzoli, una ironía que juega entre lo sacro y lo profano, entre la antigüedad y el presente, entro lo áulico y el pop: The Kiss presenta una inversión irónica de roles, un juego de yuxtaposiciones y referencias cruzadas entre cine clásico y atmósfera del pop.

En un recorrido híbrido entre puesta en escena, performance y memoria, se mueven por su parte los personajes de los hermanos De Serio, una identidad arrancada de su región de origen que, a través de los instrumentos de su propia cultura oral y poética, reelabora su experiencia de erradicación.

Pero por su naturaleza, la puesta en escena se propone como un espacio-tiempo separado de la cotidianeidad. Son los Teatri de Grazia Toderi, a veces abandonados o degradados, pero siempre parte fundamental de nuestra memoria transmitida y vivida por la comunidad que los habitó, por más que las reglas que demarcan esas interacciones sociales hoy sean puestas en discusión, trastocando los límites entre lo natural y lo artificial. Son esos los paisajes contemporáneos fotografiados por Armin Linke, donde la tierra aparece como una obra en construcción en curso, donde se modifican sensiblemente la fisonomía de los paisajes y los contextos urbanos.

Este Art on Stage es, por lo tanto, una verdadera declaración de intenciones que se propone rastrear en la colección del MAXXI aquella línea de representación escénica que encuentra finalmente en los retratos la posibilidad de reconducir una realidad no visible –la psiquis humana–, a esquemas más conocidos y reconocibles. Gilbert & George, como esculturas vivientes, se han entregado al arte con todas las dudas típicas de quien piensa lo que hace.

Yan Pei-Ming, por el contrario, se arriesga a pintar al hombre si hacerle un retrato, aprovechando a su ícono pop para crear algo larger-than-life, una imagen comunicativa que vale en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo, una búsqueda de mediación entre la libertad imaginativa y la estructura psicológica, y las imágenes que nos impone la televisión, el cine y la publicidad.

La irresolución, en cambio, es el trazo dominante de toda personalidad, que deliberadamente Kentridge deja deslizar hacia la comedia, cuando basándose en La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, un brillante discurso sobre la inercia del hombre burgués del siglo XX, ha decidido contar esa incapacidad de vivir que condiciona el trabajo, el matrimonio, pero también la enfermedad y la muerte, describiendo con sutil ironía los sacrificios, los temores y pávidos deseos de la burguesía europea en los albores de la Primera Guerra Mundial.

Echar luz sobre los problemas más acuciantes, con ese desapego que permite analizar la realidad a través de una óptica sutil y una capacidad de síntesis fulminante: como en la ópera bufa, estos artistas redescubren y realimentan la misma capacidad de crear obras de altísimo nivel imaginativo y psicológico, pero sin abandonar el contexto de una puesta en escena de la invención irónica, a veces histriónica, y al borde de lo surreal.

Source:
Traducción de Ester González 

CONSTRUIR EL PRESENTE PARA LLEVARLO AL FUTURO - EL MUSEO DEL SIGLO XXI
Entrevista Anna Mattirolo / Giorgio Guglielmino (fragmentos) 

Giorgio Guglielmino: 
un museo de arte contemporáneo ¿debe continuar haciendo lo que ha hecho hasta ahora o debe inventarse un nuevo rol?

Anna Mattirolo: Haces la pregunta más difícil posible para mí porque éste es un tema sobre el cual estoy muy concentrada aún si todavía no tengo una respuesta. Y para poder tener una respuesta habría que dar primero un paso atrás…Estamos viviendo un profundo cambio social que no sólo se refiere al arte. El mundo globalizado nos impone tener una visión y a realizar una actividad mucho más extendida respecto a la idea de las profesiones tal como la teníamos hace poco tiempo atrás. Creo que todo esto es la consecuencia de una transformación de la sociedad globalizada, que todavía no sabemos a dónde nos va a llevar. Seguramente el artista que trabaja en todos los campos y que entonces funge como curador de sí mismo mete en crisis el rol del curador, el cual se encuentra haciendo un trabajo un poco servil respecto al artista, a menudo tratando de complacerlo. Por lo cual el aspecto también crítico, que era muy importante para el curador, con respecto al artista se ha venido un poco a menos. En tal panorama ¿el museo qué debe hacer?. El museo seguramente toma nota de los cambios pero debe actuar sin perder la autoridad, en armonía entre las prerrogativas curatoriales, la exigencia del artista y siempre acorde con su propia misión sobre la cual ha establecido sus directrices. ..Italia, con Roma como punta de una brújula imaginaria, está en el centro de un contexto geográfico de gran interés. Que está transformándose profundamente, con una dirección, en el futuro próximo, que todavía nos resulta difícil de imaginar. Ésta es ahora nuestra apuesta: trabajar sobre las tantas señales que estamos advirtiendo y formular un nuevo modelo de museo que refleje las nuevas exigencias que la sociedad está demandando. Italia, en particular, está más que nunca en el centro de éste flujo, y tiene en la espalda una historia de cultura única en el mundo. Un patrimonio que sirve de experiencia para indagar el futuro y no como una carga. Creo que Italia tiene mucho para dar en este sentido y que está a nivel de corresponderse sin complejos con el mundo, justamente por su originalidad y sobretodo cambiando la idea de que para ser internacionales tenemos que importar experiencia de otros: somos suficientemente fuertes para poder intercambiar a la par de nuestras habilidades y trabajar en esa dirección…Entonces el modelo cambia en la medida que algunas de sus elecciones culturales deben tener en cuenta también la necesidad de gestión y administración. Actualmente es una necesidad que muchos museos deben afrontar para sostener esa “máquina de guerra” en la que se han convertido ciertos museos. Pero la búsqueda nueva es otra cosa.

GG: ¿Existe hoy en el mundo un museo que esté haciendo elecciones diferentes?

AM: No quiero elegir uno en lugar del otro pero seguramente los centros más pequeños son aquellos que tienen más posibilidad de experimentar, más agilidad y menos responsabilidad financiera y económica que aquellos que hemos mencionado. Todavía tenemos un mundo entero para explorar qué nos traerá nuevas energías a descubrir…Construir una colección es sustancialmente el core business de un museo según la acepción tradicional del término, distinguiéndolo de los centros que tienen misiones diversas. El museo, con su colección, construye el presente para llevarlo al futuro y esto no debe olvidarse nunca. En tal sentido la colección es el centro de actividad de un museo. 
También aquí es válido el argumento de las directrices sobre las que se basa su actividad y en consecuencia la construcción de la colección. Por mi experiencia tengo siempre la idea de que la colección debe construirse en fuerte relación con el calendario de exposiciones y, como en el caso del MAXXI, en armonía con los espacios arquitectónicos que la contienen. Ya que los artistas que entran a trabajar se deben confrontar con espacios muy significativos y la experiencia es muy útil en éste sentido. Por otra parte el MAXXI pone también un punto de observación muy interesante sobre lo que se hace en el campo de las instituciones más pequeñas y más ágiles, que son capaces de trabajar más fácilmente sobre el terreno con proyectos más experimentales e igualmente significativos.

GG: ¿Cómo ha nacido la idea de construir el MAXXI?

AM: El MAXXI nació en realidad de un modo muy natural. Nació de la exigencia de la Galería Nacional de Arte Moderno (GNAM) de Roma de ampliar su propio espacio en un momento (hablamos de los años 90) en el cual se reactivava el programa de lo contemporáneo. Se hace paso a paso a la luz de los programas, pero empiezan a llevar a sus colecciones las obras de artistas jóvenes. Yo me ocupaba de aquel programa que se llamaba “Partito preso” y tendía a dar espacio a los artistas jóvenes que se confrontaban a las obras de los grandes maestros. 
Por otra parte aquellas colecciones ahora cubrían dos siglos de historia y estaban muy cercanas a la llegada del nuevo milenio y los espacios ya no eran suficientes para acoger nuevas obras. 
Zaha Hadid, se convirtió en la arquitecto estrella que hoy todos conocemos gracias al proyecto del MAXXI, el cual desde el momento de su construcción ya era un destino de inspecciones y estudios gracias a su dimensión experimental e innovativa. 
Se ha eliminado por completo la idea del White cube a favor de un proceso fluido que responde a una dimensión más desenvuelta e interdisciplinar entre varios aspectos de la creatividad contemporánea. Entonces en cierto sentido Hadid ideó el proyecto del nuevo milenio. 
Falta el hecho de que estaría muy atenta al contexto en el cual operaría. Cada museo, lugar, institución debe responder a las exigencias de la colectividad en la cual nace, crece y se desarrolla. Y construir un proyecto dirigido, claro y bien legible para ser presentado a su público. La característica especial italiana está dada por la variedad del carácter de su propio territorio y cada lugar puede contar su propia visión del mundo de acuerdo a su propia índole. 
También el MAXXI responde a esta tipología. Por ende es difícil trabajar sólo sobre la experimentación o sobre los proyectos mínimos porque la gente que vive o que viene a Roma tiene delante de los ojos cosas muy potentes, y así cuando viene al MAXXI llega inmerso en un percurso fluido, como el lecho de un río que fluye vigorosamente. 
Cada lugar, por lo tanto, tiene su propia predisposición a leer nuestro presente y para mí cada uno de estos está en grado de dar una perspectiva diferente en la investigación de lo contemporáneo. De igual manera, como decíamos, se debe considerar en su unión la posición central de Italia en un mundo en particular fibrilación y presagio de una nueva civilización que se está formando con este flujo trascendental de diferentes poblaciones. Una ocasión imperdible para reflexionar sobre nuestro futuro próximo, para compartir experiencia, para imaginar mundos no digo nuevos pero ciertamente más originales con respecto a una historia que ya ha sido contada. 
Evitar aquello que ha sucedido por varios años cuando se daba la vuelta por los museos de todo el mundo y se encontraban las mismas muestras con las mismas obras. Entonces en un contexto globalizado como el nuestro poder ofrecer una lectura original sobretodo gracias a un territorio como el italiano que cambia tanto de norte a sur -pero que se alcanza muy fácilmente- se pueden traer proyectos muy interesantes. Por otra parte, sabemos bien como nuestra historia es un estímulo continuo para todos los artistas extranjeros que llegan a nosotros.

GG: Es de hecho lo que yo siempre he sostenido. Las personas piensan que el arte contemporáneo es una cosa difícil y compleja pero en realidad el arte contemporáneo es necesariamente más simple de entender. Es el arte que se basa en nuestra contemporaneidad, sobre las señales que compartimos. Los artistas de hoy prenden la televisión y escuchan las mismas noticias que escuchamos nosotros, se confrontan con nuestra misma realidad. Ésta no puede no ser una llave de lectura.

AM: Es de hecho la llave de lectura. Solo que para muchos es mucho más reconfortante el pasado que un presente que nos cuesta identificar y que nos cuesta vivir. Tanto más porque es un presente que nos llevará a cualquier parte pero todavía no sabemos donde. Probablemente nuestra misma sociedad será compuesta de individuos diferentes de aquellos que somos ahora; viviremos cosas distintas que todavía no logramos introspeccionar e imaginar. 
El artista a veces se mete en problemas porque tiene una una mirada que va más adelante entonces puede predecir cualquier cosa que a nosotros nos de miedo, mientras que el pasado naturalmente nos da tranquilidad. Pero esto de continuar volviendo la mirada atrás nos ha detenido. Me gustaría que esta ruta se atravesase a través de las obras de los artistas, de la música, del cine, de la comida: tantas expresiones del hoy en las cuales la gente se pueda reencontrar.

GG: Volviendo al MAXXI, hoy se presenta una parte de su colección en América Latina.

AM: De la colección del MAXXI hemos extrapolado obras sobre un tema específico, el título de la muestra es “Art on stage”. Hemos querido enfatizar sobre aquel aspecto un poco teatral en el cual quizás los argentinos puedan reconocer algo ya que hay una gran tradición de teatros italianos. Hemos contado una historia. Son obras de artistas italianos e internacionales que dejan en evidencia cómo el lenguaje del arte contemporáneo es universal y puede ser entendido también a 10.000 km de distancia. Naturalmente contaremos también cómo ha nacido la colección del MAXXI, pero será una lectura fácil por la característica del lenguaje contemporáneo a nivel de ser percibido y entendido fácilmente en cada parte del mundo. Espero que de la muestra surja también la idea de un país como Italia que tiene sus propias raíces en un contexto artístico extraordinario, del cual artistas de todo el mundo han evocado continuamente para su imaginario. Un patrimonio que es el motor para nuestro futuro.

LAS DISTANCIAS INVISIBLES - Aldo Rossi y Walter Benjamin
Victoriano Sainz Gutiérrez. Universidad de Sevilla  

Resumen: En el prólogo a sus Escritos escogidos, Aldo Rossi sugería que las páginas de Walter Benjamin podrían explicar su pensamiento mejor que las suyas propias, y son verdaderamente numerosos los rasgos comunes de sus respectivas trayectorias intelectuales. Este artículo quiere reflexionar sobre el singular paso del espíritu sistemático de sus primeros escritos a un espíritu fragmentario en las obras de madurez.

En 1989, cuando Aldo Rossi rondaba los sesenta años de edad y ya se había convertido en un arquitecto de renombre internacional, con numerosos encargos en todo el mundo, publicó un breve escrito de circunstancias titulado precisamente así: Las distancias invisibles. Se trata de un texto que cabría calificar de poético –como lo son casi todos los que han seguido a laAutobiografíacientífica–, en el que sintetiza su personal punto de vista sobre un tema que atraviesa toda la ambigua y compleja trayectoria rossiana; me refiero a la relación entre arquitectura y vida, que le ha llevado, por un lado, a considerar la experiencia humana como referente último de toda construcción y, por otro, a reivindicar la dimensión civil del oficio de arquitecto. Es un tema recurrente en sus escritos que, por eso mismo, permite interpretar el conjunto de la obra de Rossi, mostrando a la vez la continuidad de su discurso en el tiempo.
El arquitecto milanés parte en ese texto de un pasaje del Werther de Goethe, en el que el joven protagonista, al volver a su ciudad y ver los cambios que ésta ha experimentado, evoca «con la serena lucidez de los suicidas» el sinsentido de la propia vida. Y es que la imposibilidad de su amor por Lotte le hace mirar todo lo que le rodea como un engaño, «como si el mundo –dice Rossi– fuese  un intento de hacernos olvidar lo que no podemos poseer». Rossi recurre al héroe romántico –tan centrado en sí mismo y en su fracaso vital que llega a ver el mundo, es decir, la arquitectura, como un simple decorado– para expresar la tensión irresuelta entre conocimiento y sentimiento que recorre toda su obra; de hecho, la clave de ese pasaje se encuentra en la frase final que, significativamente, el texto rossiano omite: «¡Ah!, lo que yo sé puede saberlo cualquiera, pero mi corazón no es más que mío», exclama Werther. Significativamente porque no es sólo su experiencia personal como arquitecto lo que Rossi está invocando aquí, sino en cierto sentido la experiencia de toda sociedad, la de cada cultura: una experiencia que se hace presente, de un modo si se quiere extraño pero muy real, en la arquitectura y no sólo en su arquitectura.
Es precisamente al intentar explicar este punto en el breve ensayo que vengo comentando, cuando Rossi acude a un pasaje del filósofo alemán Walter Benjamin ya citado por él en otras ocasiones. «Cada vez más –escribe–, trabajando en diferentes lugares, entre gentes diversas, debemos salir de nosotros mismos para escuchar el sonido del mundo». Y enseguida añade: «Este salir de nuestra concha para escuchar el sonido del mundo, o de nuestro siglo –una de las más hermosas imágenes de Walter Benjamin–, forma parte de mis últimos proyectos». Desde 1972, en que aparece por vez primera su nombre en los escritos de Rossi, casi siempre que el arquitecto italiano se ha referido al insigne pensador alemán lo ha hecho citando ese fragmento de Infancia berlinesa, donde Benjamin manifiesta sentirse deformado por los vínculos que le unen con lo que le rodea.
Cada vez que he releído esa afirmación rossiana según la cual los escritos de este intelectual judío explicarían su pensamiento mejor de lo que él mismo era capaz de hacerlo, me he preguntado por la relación que existe entre sus respectivos modos de ver las cosas; sin embargo, hasta ahora no me había decidido a plantear una respuesta a esa pregunta. Cuando hace una década estudié los posibles maîtres à penser del arquitecto milanés, excluí a Benjamin –y lo hice deliberadamente– para centrarme en Gramsci, Lukács, Adorno y Lévi-Strauss, que fueron referentes inexcusables de la cultura de izquierdas en los años 50 y 60. Aún hoy sigo creyendo que no es posible situar a Benjamin entre las fuentes intelectuales del pensamiento rossiano, pero reconozco que las asonancias entre las trayectorias de ambos son numerosas, fruto de una sensibilidad común que explicaría unos modos de trabajar en cierta medida semejantes. Pienso, por ejemplo, en el uso que uno y otro han hecho en sus respectivas obras de la experiencia personal, del dato biográfico; así, si es cierto que «detrás de muchos de los escritos de Benjamin hay experiencias personales, muy personales, que desaparecieron al proyectarse en sus objetos de trabajo o fueron totalmente cifradas de tal modo que el profano no pueda reconocerlas o ni siquiera pueda sospechar su presencia» , lo mismo cabría afirmar de la arquitectura de Rossi, para quien «no existe arte que no sea autobiográfico».

Por eso, las que median entre el arquitecto italiano y el filósofo berlinés bien pueden ser calificadas de «distancias invisibles». Como el lejano confín evocado en el relato goetheano, son distancias que, en vez de separar, unen, poniendo así de manifiesto la profunda sintonía de dos intelectuales situados ante la crisis de su propia época, de la que sólo alcanzan a retener fragmentos de incierto significado: fragmentos urbanos, por cierto, que representan bien las antinomias de una cultura como la moderna, cuya génesis y desarrollo se encuentran tan estrechamente ligados a la ciudad. En las páginas que siguen, teniendo esa cultura urbana como telón de fondo, intentaré adentrarme en el examen de los cuantiosos paralelismos que cabe establecer entre dos trayectorias vitales aparentemente distantes, en el análisis de las múltiples similitudes existentes entre los respectivos modos de plantear las cuestiones que preocupan a ambos; todo ello con el fin de precisar en qué sentido el pensamiento de Benjamin puede –si es que puede– facilitar una comprensión más amplia, más honda y, por eso mismo, más cabal, de la proverbial ambigüedad rossiana. Al final de este recorrido, necesariamente sintético, espero estar en condiciones de ofrecer una visión renovada del alcance de algunas de las aportaciones de Aldo Rossi como arquitecto.
El compromiso con las ideas: historia civil y autobiografía

Cuando a comienzos de los años 30, en las notas autobiográficas recogidas en su Crónica berlinesa, Walter Benjamin se define con un dejo de disgusto y de rechazo como «un honorable niño burgués», es porque el intelectual marxista en que supuestamente se había convertido estaba ajustando cuentas con la formación recibida en el entorno familiar. No se puede afirmar, sin embargo, que el compromiso civil del pensador alemán tuviera como punto de partida su tardía  iniciación al marxismo de la mano de la joven comunista letona Asja Lacis. Ese compromiso resulta patente en sus escritos juveniles en defensa de la reforma escolar y en su temprana adhesión a la Jugendbewegung, y ya entonces, a juzgar por lo que dejó apuntado en la citadaCrónica, su condición urbana aparece como una referencia ineludible, como la clave que le permite objetivar las experiencias de aquellos años. No en vano ese escrito autobiográfico comienza con estas elocuentes palabras: «Quiero rememorar aquí a aquellos que me han iniciado en el conocimiento de la ciudad». Y unas páginas más adelante, al recordar la trágica muerte de su amigo Fritz Heinle, anota: «En ningún momento posterior la ciudad de Berlín he entrado con tanta fuerza a formar parte de mi existencia como en aquella época en que pensábamos que podíamos dejarla intacta para mejorar tan sólo sus escuelas, para quebrantar tan sólo la inhumanidad de los padres de los alumnos y poner en su lugar las palabras de Hölderlin o de George. Fue un intento heroico y extremo de transformar el comportamiento de los hombres sin atacar sus circunstancias».

Ese compromiso civil benjaminiano es el de un hombre de letras que desea participar activamente en lo que Rossi denominará la «batalla de las ideas », es decir, en el debate cultural de su tiempo, y que lo hace con un espíritu radicalmente libre, sin dejarse condicionar por posiciones de partido. Como ha dejado escrito uno de sus biógrafos, «a pesar de su rebelión contra el medio burgués de sus orígenes, Benjamin se negó siempre a concebir su propia acción como puramente social o política. [...] Su negativa a actuar políticamente en el sionismo o en el socialismo, actitud con la cual Benjamin creía permanecer fiel al ‘espíritu de la juventud’, tenía sobre todo el sentido de fundar teóricamente el deber del individuo que tenía que actuar y pensar según su propia responsabilidad».

Fueron numerosas las incomprensiones que se derivaron para él de este modo de proceder, pero se esforzó por mantenerlo contra viento y marea hasta el final de su vida. Así, tuvo que afrontar con resignación que en la Unión Soviética rechazaran categóricamente sus textos de los años 30 cuando intentó publicarlos en las revistas culturales estalinistas o hubo de reelaborar diversos ensayos de esa época –duramente criticados por Adorno y Horkheimer, que no los consideraban suficientemente dialécticos– para que pudieran ver la luz en la Zeitschrift für Sozialforschung que el Instituto para la Investigación Social de Francfort editaba desde su exilio americano; por no hablar de la airada reacción de Brecht cuando leyó el estudio dedicado a Kafka, en el que Benjamin, al exponer su propia visión del escritor checo, estaba en gran parte hablando de sí mismo. Y es que, como ya hizo notar Adorno al preparar la edición póstuma de sus escritos, «del materialismo dialéctico le atraía menos su contenido teórico que la esperanza en un discurso reforzado y acreditado de forma colectiva».

De ahí que la heterodoxia benjaminiana –o, si se prefiere, su singularidad como filósofo– no pueda ser separada de su aguda conciencia de la contradictoria situación en que se encontraba como intelectual de izquierdas, pues éste no dejaba de ser «alguien que abandona su clase sin pertenecer a otra» 12; de ahí también que «fuera consciente de la imposibilidad de su integración y, sin embargo, nunca negara su aspiración a ella» 13. Puede servir como ilustración de lo paradójico de esas vacilaciones el hecho de que viajara a Moscú en 1926 y, en cambio, no lo hiciera a Jerusalén, a pesar de la continua insistencia de Scholem 14. Paradójico en la medida en que, mientras su marxismo no pasó de ser bastante superficial, el judaísmo constituyó una referencia constante para su pensamiento, el cual nunca abandonó las categorías teológicas aunque las secularizara por completo: «movilizar la experiencia teológica en el mundo profano» podría ser la divisa de toda su aventura intelectual. Y, sin embargo, la paradoja se desvanece cuando reparamos en la idea que Benjamin tenía del papel que el judaísmo había jugado –y debía seguir jugando– en la cultura europea, particularmente en la alemana. La estrecha vinculación entre judaísmo y europeidad que el filósofo había establecido ya en 1913, cuando escribía que «las cosas irían muy mal en Europa si la abandonaran las energías culturales de los judíos» 15, la vemos reaparecer en aquella selección de cartas escritas entre 1783 y 1883 que, bajo el título Personajes alemanes, publicó en 1936 para reivindicar simultáneamente su condición de germano y de judío en el difícil contexto del nacionalsocialismo prebélico.
Ya en los años 20 había afirmado: «Nunca pierdo de vista el hecho de que estoy ligado a la nación alemana, ni la profundidad de este vínculo» 16; es ahí donde él siempre consideró que estaba su frente de batalla.
Pero si, más allá de sus circunstancias personales y de los grandes temas en los que habitualmente se han venido centrando los estudios sobre su pensamiento –el lenguaje, el arte, la historia–, nos preguntamos por el ámbito en que el pensador alemán se propuso desarrollar ese compromiso civil como hombre de letras, creo que se podría afirmar que la ciudad moderna fue el lugar de su combate intelectual. Tanto la moderna experiencia urbana como el espacio físico en que ésta se desarrolla se encuentran en el corazón mismo de aquellos trabajos que, al menos desde 1927, estuvieron orientados a la elaboración de unos fundamentos teóricos y metodológicos para la que debía haber sido su obra magna: los Pasajes, luego titulada París, capital del siglo XIX. En este sentido Philippe Simay ha podido decir que «la ciudad constituye el centro de gravedad, y no una simple variable, de la lectura benjaminiana de la modernidad» 17. Ahora bien, como se puede comprobar repasando las anotaciones para los Pasajes que han llegado hasta nosotros, el método con el que el filósofo alemán abordó esa lectura del significado de la historia de la ciudad moderna debe más al surrealismo que al marxismo, al menos en su formulación más convencional y dogmática. El suyo será un intento de construir un modo de hacer historia enraizado en la interpretación freudiana de los sueños, por cuanto el espacio urbano del París decimonónico se le presenta como un espacio hecho de imágenes oníricas, impostadas sobre la fantasmagoría de los objetos. Se trataba de «pasar con la intensidad de los sueños por lo que ha sido, para experimentar el presente como el mundo de la vigilia al que se refieren los sueños» 18, donde el contenido del sueño aparece como la expresión de las condiciones de vida en la ciudad moderna y el despertar como su interpretación. 
Hay un apunte de los Pasajes donde Benjamin precisa aún más lo que él mismo denomina el «giro dialéctico y copernicano de la rememoración»; dice así: «El giro copernicano en la visión histórica es éste: se tomó por punto fijo ‘lo que ha sido’, y se vio el presente esforzándose tentativamente por dirigir el conocimiento hasta ese punto estable. Pero ahora debe invertirse esa relación, y ‘lo que ha sido’ debe recibir su fijación dialéctica de la síntesis que lleva a cabo el despertar con las imágenes oníricas contrapuestas. La política obtiene el primado sobre la historia. Y, ciertamente, los ‘hechos’ históricos pasan a ser lo que ahora mismo nos sobrevino: constatarlos es la tarea del recuerdo. El despertar es el caso  ejemplar del recordar. [...] Hay un saber-aún-no-consciente de ‘lo que ha sido’, y su afloramiento tiene la estructura del despertar» 20. Despertar es, pues, tanto como llevar a cabo ese «giro dialéctico y copernicano de la rememoración», cuya última formulación se encuentra en las Tesis sobre el concepto de historia redactadas en 1940. El contexto en el que Benjamin sitúa este nuevo modo de concebir la historia supone entender «el despertar como un proceso gradual, que se impone tanto en la vida del individuo como en la de las generaciones» 21. Así, en el uso benjaminiano de la memoria –que, por lo demás, tiene como referente a Proust tanto o más que a Freud– se establece una estrecha relación, a través del imaginario colectivo, entre individuo y sociedad, entre la historia personal de ese sujeto que es el historiador y la de la época que está historiando; de ahí la correlación entre ‘prehistoria’ de la modernidad –el siglo XIX– e infancia, que en último término remitiría al modo en que el propio Benjamin reconstruyó la suya en Infancia berlinesa. Este singular modo de articular autobiografía e historia civil, que impregna todo el pensamiento del filósofo alemán, explica también que Adorno pudiera señalar, a propósito del alcance teórico que habrían podido tener los Pasajes de haberse convertido en una obra acabada, que «para mí, igual que para el surrealista, [hubiera podido ser] más revolucionario que la simple penetración en la no clarificada esencia social del urbanismo».
Un itinerario en cierto modo paralelo al que acabo de presentar, aunque de sentido inverso –por cuanto el filósofo se dirigía hacia el marxismo y el arquitecto, en cambio, venía de él–, caracteriza la peripecia vital y profesional de Aldo Rossi. Desde sus años de estudiante en el Politécnico de Milán procuró participar activamente en los vivos debates de su época, y lo hizo desde la reivindicación de la relevancia cultural de la arquitectura como disciplina y de la componente civil del oficio de arquitecto, lo cual le condujo a rechazar la reducción del ejercicio de la arquitectura a lo que no tardaría en denominar despectivamente el ‘profesionalismo’. Esa temprana voluntad de implicarse, desde una inequívoca posición de izquierdas, en la «batalla de las ideas» hizo que definiera muy pronto una actitud que iría perfilando a lo largo de la segunda mitad de los años 50. En este sentido, Rossi atribuyó una especial relevancia a su participación en un congreso de estudiantes de arquitectura, celebrado en Roma en 1954, y en particular a una comunicación presentada por Francesco Tentori, «que recogió el asentimiento unánime, [en la cual] habló de una manera verdaderamente nueva de arquitectura y de cuestiones ideológicas, del significado de la ciudad y de la transformación del urbanismo sobre la base de textos de Gramsci, de la evolución política de la posguerra, del compromiso para una nueva política cultural». En esta escueta enumeración de temas estaban ya esbozadas las principales cuestiones que un amplio sector de la cultura arquitectónica italiana iba a debatir durante al menos una década.
Al año siguiente de la celebración de ese congreso, Rossi realizó también su viaje a la Rusia soviética y, como Benjamin, pudo visitar Moscú. Ese viaje le marcaría profundamente: «Alrededor de mis veinte años –ha dejado escrito en la Autobiografía científica– fui invitado a la Unión Soviética. Era un tiempo particularmente feliz, en el que se unía la juventud con una experiencia entonces singular

Todo lo ruso me gustaba [...]. La atención que presté al realismo socialista me
sirvió para desembarazarme de toda la cultura pequeño-burguesa de la arquitectura moderna. Prefería, frente a ella, la alternativa de las grandes calles moscovitas, la dulce y provocadora arquitectura del metro y de la universidad, en las colinas de Lenin. Veía cómo el sentimiento se mezclaba con la voluntad de construir un mundo nuevo: esto es lo que respondo ahora a los muchos que me preguntan por el significado que tuvo para mí aquel periodo» 25. Aun cuando las afirmaciones que Rossi hace en este texto necesitarían ser matizadas, no cabe duda de que aquella experiencia le confirmó –al igual que a muchos intelectuales coetáneos– en la ilusión de que el futuro estaba en el comunismo; de ahí que en esos años leyera con asiduidad a autores filomarxistas y que, animado por Fredi Drugman, se afiliara en 1956 al Partido Comunista Italiano. El primer escrito rossiano documentado apareció publicado precisamente en la revista semanal de la federación milanesa del PCI y no estaba referido a la arquitectura, sino al cine: era un comentario sobre la película Michurin del director soviético Alexander Dovjenko 26. Rossi lo menciona en su Autobiografía justamente por estar referido –dice– «a la historia de una época, a la historia civil».
Ese compromiso civil conscientemente asumido hizo que pronto viera la arquitectura como su frente de combate intelectual en aquella «batalla de las ideas» que se estaba librando, y en la que él deseaba participar. En este contexto, no tardaría en preguntarse por el sentido de la arquitectura en la sociedad de masas. Como recordaba Gianugo Polesello, que conoció a Rossi a finales de los 50, ambos habían hablado sobre cuál sería el punto de partida adecuado en aquellos momentos en que se enfrentaban al comienzo de su vida profesional, y «una pregunta que nos hacíamos, dado el tipo de cultura que teníamos, era ésta: ¿es la arquitectura una disciplina en sí misma o es una práctica que se puede aprender, en sentido figurativo, o bien existe una arquitectura como lugar del reflejo? Recordaréis que la teoría del reflejo era una teoría marxista. Precisamente en aquellos años, se impulsó en Italia la traducción [de autores que la sostenían] y la gran empresa editorial de la publicación de las obras completas de Gramsci, que era entonces casi un desconocido» 27. Es sabido que sería la lectura de Gramsci, calificada por Rossi como «el hecho más importante de la arquitectura de posguerra», lo que le sirviera de soporte conceptual para construir su propio discurso sobre la autonomía disciplinar de la arquitectura. Pero antes de llegar a una definición precisa del mismo o, más bien, como camino para llegar a definirlo, el arquitecto milanés se interesaría por la ciudad, entendida como fundamento de la arquitectura.

El interés por la ciudad, por lo urbano, por el urbanismo incluso, lo compartiría Rossi con los amigos y los colegas de entonces: no sólo con Polesello, que sería quien le iniciara en el conocimiento de los estudios morfotipológicos de Saverio Muratori que él había aprendido en Venecia, o con Drugman, a quien acompañó en sus múltiples viajes ‘urbanísticos’ por la periferia metropolitana de Milán, sino también con los que fueron sus compañeros de redacción en Casabella. De hecho, no tardaría en hacerse notar la presencia de aquellos jóvenes arquitectos que Rogers había llamado para colaborar con la revista. A partir de 1959 comenzaron a publicar «toda una serie de artículos de carácter general sobre las ciudades y sobre Italia, sobre las costas italianas, [con] el uso de fotografías que, por primera vez, ya no se referían a edificios singulares y a edificios de calidad, sino a conjuntos urbanos (tanto que Julia Banfi, polémicamente, decía que nosotros habíamos transformado ‘Casabella’ en ‘Ala-bella’), privilegiando aquellas visiones aéreas que daban el sentido del tejido urbano de las periferias desgarradas, carentes de consistencia e inconexas». Fue Rossi quien finalmente acertó a dar forma a todas aquellas inquietudes en un libro que supondría un verdadero punto de inflexión en el modo de afrontar y entender los problemas urbanos: «El hecho de que su libro La arquitectura de la ciudad fuera una revolución en el panorama de la cultura arquitectónica deriva también de esa claridad, de esa fuerza en el planteamiento de un discurso que tenía precedentes, e incluso en muchos de nosotros formulaciones contemporáneas a las suyas, pero que en él adquirían la perentoriedad, la seguridad y el espesor propios de las personas destinadas a incidir en la cultura de su época».

Si la lectura de Gramsci ya le había convertido en un marxista atípico, en la línea de los numerosos revisionismos de posguerra que habían sustituido el análisis de la estructura socioeconómica por el de los fenómenos culturales, Rossi pasaría a ser un completo heterodoxo cuando, a comienzos de la década de 1960, incorporara a los surrealistas a su acervo intelectual. Se hicieron así operativas en su pensamiento muchas de las lecciones aprendidas en la lectura del que, junto a Marx, había sido su otro gran maestro de juventud: Freud 31. Y es que la afirmación rossiana de la ciudad como «lugar de la memoria colectiva», la reivindicación de un «racionalismo exaltado, emocional y metafórico» o la propuesta de una «ciudad análoga» han de ser puestas en relación con un filón cultural que en  último término, como ya advirtiera contrariado Tafuri 32, remite al padre del psicoanálisis. En cierto sentido, esa atracción ejercida por el surrealismo parece arrancar del descubrimiento de la obra de Raymond Roussel, que debió tener lugar en torno a 1961 con la lectura de algunas de sus novelas y, sobre todo, de un texto titulado Cómo escribí algunos de mis libros, al que Rossi ha atribuido una especial relevancia en relación con su propio modo de entenderse a sí mismo como arquitecto. «Raymond Roussel –ha dicho Polesello– era un poco nuestro lugar común, nuestra meta» 33. La importancia que la imaginación y el lenguaje –las ‘correspondencias’ entre palabras homófonas– tienen en la literatura rousseliana, tan admirada por André Breton, servirían a Rossi para ir precisando el papel que la fantasía, mediante numerosas y complejas asociaciones mentales que no son explicables racionalmente, desempeña en el proceso del proyecto arquitectónico.
Ya en el ensayo sobre Boullée, aparecido en 1967, había escrito que «en el origen del proyecto hay un punto de referencia emocional que escapa al análisis», sin que por ello abandonase su interés por conciliar la claridad y la racionalidad de los principios teóricos del corpus disciplinar con esa singularidad de la experiencia personal. En eso se distinguían justamente el racionalismo exaltado invocado por Rossi en ese escrito y el racionalismo convencional entonces al uso.

Con ese recurso a la imaginación se abriría paso en la obra rossiana aquel pensar mediante figuras y símbolos cuya raíz hay que buscarla en su formación católica. Comenzaba así a explicitarse un modo de afrontar los problemas de la arquitectura y la ciudad que se irá afirmando progresivamente a lo largo de la década de los 60, hasta acabar desplazando por completo el anhelo científico que parecía presidir el discurso de La arquitectura de la ciudad, presentado como el «bosquejo de una teoría urbana fundamentada» 35. Un paso decisivo en esa línea fue su propuesta de la ciudad análoga, que Rossi ha relacionado con la lectura de la novela póstuma de René Daumal, El monte análogo, de la que parece provenir el empleo de este término por parte del arquitecto milanés. Pero, a la vez, ese monte análogo remitía a los sacri monti lombardos de su infancia y a los dibujos del monte místico que san Juan de la Cruz colocara al comienzo de la Subida del Monte Carmelo. La analogía, como «ciencia de las orrespondencias» que permite entender en qué medida el presente se puede encontrar en el pasado, se acabó convirtiendo en la clave de un nuevo discurso de carácter proyectual, fruto de lo que el propio Rossi consideró un profundo cambio en su modo de pensar: «Debió ser alrededor de 1968 cuando, de una manera extraña, al retomar de ella aspectos que me pertenecían y que había dejado escapar, se hizo patente en mi educación mental una subversión total de la cultura». La contraposición entre el pensamiento lógico y el analógico, que Rossi tomó de una carta de Jung a Freud citada en un artículo suyo de mediados de los años 70 37, puede ilustrar el sentido de ese cambio, aun cuando uno y otro no habían de resultar modos excluyentes de pensar, sino que constituían más bien una estructura mental que daba entrada al subconsciente en la producción de la síntesis proyectual, entendida como experiencia creativa. Cabría, pues, establecer un cierto paralelismo entre el significado atribuido por Benjamin a la lectura de El campesino de París de Aragon y Nadja de Breton en la génesis de los Pasajes y el que Rossi atribuye a Impresiones de África de Roussel y El monte análogo de Daumal en relación con La ciudad análoga: una obra que –como la del filósofo berlinés– quedaría inconclusa, a pesar de que su publicación hubiera sido anunciada repetidas veces.

Por lo demás, Rossi se cuidaría de señalar que ese aparente giro en su trayectoria intelectual, aquel oscilar entre Stalin y Borges, para decirlo con una expresión de Pasquale Lovero, no suponía abandonar el combate de las ideas para refugiarse en la intimidad de las emociones: «Porque me parece importante –afirmaba– que la realidad y la imaginación constituyan los dos términos de un progreso civil o, al menos, de una mejora de la ciudad. [...] Situada entre pasado y presente, entre realidad e imaginación, la ciudad análoga es quizá simplemente la ciudad que hay que proyectar día a día, afrontando los problemas, superándolos, con una discreta certeza de que al final las cosas serán mejores». De hecho, los textos mediante los cuales Rossi había ido definiendo su teoría sobre la ciudad análoga, desde el ensayo sobre Boullée de 1967 hasta el artículo sobre la arquitectura análoga de 1975, pasando por el estudio sobre las ciudades vénetas, el  ensayo sobre la arquitectura de la razón como arquitectura de tendencia o la introducción a la versión portuguesa de La arquitectura de la ciudad, eran contemporáneos de aquellos otros en los que, en un intento de dar forma al movimiento colectivo conocido como la Tendenza, no tuvo reparos en emplear un discurso más combativo e ideológicamente más comprometido; por ejemplo, en la lección sobre la idea de ciudad socialista en arquitectura, en su airada respuesta a Carlo Melograni o en la entrevista publicada en el primer número de la revista catalana 2C. En cualquier caso, la posición de Rossi era neta y deseaba permanecer dentro de los límites estrictamente disciplinares de la arquitectura, por ser ése el ámbito que había elegido para participar en lo que denominó la «batalla de las ideas». Y es que, como dejó escrito en uno de sus escritos más brillantemente polémicos, «para la mala arquitectura no hay ninguna justificación ideológica, como no la hay para un puente que se hunde».

Del esprit de système al montaje de fragmentos

Otro aspecto que une a Rossi con Benjamin –además de ese ser capaces de encontrar siempre «puntos de unión llenos de significado entre la historia personal y la historia civil» 41– tiene que ver con la similitud existente entre las trayectorias de sus respectivas obras. No me refiero sólo al hecho de que ambas, tras los primeros escarceos juveniles, tuvieran una primera etapa más o menos vinculada al ámbito académico, para luego acabar desembocando en una segunda más ligada al oficio (de arquitecto o de escritor, según el caso); pienso ahora en algo más profundo que se podría formular diciendo que tanto la filosofía de Benjamin como la arquitectura de Rossi parecen estar regidas por una misma ley, que ambos irán descubriendo paulatinamente y que les conducirá a tomar conciencia de una realidad que el arquitecto milanés, con frase lacónica, expresaría así: «si bien sabemos, y es evidente, lo que queremos decir, no sabemos si solamente decimos aquello» 42. Esta ambigüedad rossiana constituye en cierta manera un trasunto de la ambigüedad que también envuelve toda la filosofía benjaminiana, manteniéndola abierta a una multiplicidad de interpretaciones. Por eso no tiene nada de extraño que el mayor legado de ambos esté formado por un conjunto de fragmentos susceptibles de ser ensamblados de modos diversos y leídos con diferentes claves, como sucedía con la figura en la alfombra del relato de Henry James que Rossi citaba en su introducción a la edición americana de La arquitectura de la ciudad.

Ciertamente, los escritos del primer Benjamin no estaban exentos de una cierta voluntad de construir un pensamiento que, a su modo, aspiraba a ser sistemático. O, cuando menos, pretendía enmarcarse dentro de un cuadro de referencia  claramente delimitado y con unos objetivos precisos, que prolongaban y corregían a la vez los grandes temas de la filosofía moderna. Considero que un texto como el titulado Sobre el programa de la filosofía venidera, escrito cuando el pensador berlinés tenía veintiséis años y publicado póstumamente, recoge bien cuáles eran sus intereses en esa época. Los caminos de la filosofía benjaminiana se orientaban entonces a clarificar la relación entre conocimiento y experiencia, entre las ‘ideas’, en sentido platónico, y los ‘objetos de este mundo’; una relación entre dos polos cuya mediación se lleva a cabo en el lenguaje, «porque una existencia que carezca por completo de relación con el lenguaje –dirá en otro escrito de la misma época– es de hecho una idea; pero una idea a la cual no se le puede sacar ningún partido ni siquiera en el ámbito de las ideas», ya que al margen del lenguaje no puede haber comunicación alguna 45. En ese contexto y deseando permanecer dentro de una sustancial continuidad con la tradición del pensamiento occidental, de Platón a Kant, Benjamin señalaba que la tarea que la filosofía tenía por delante era la de habilitar un concepto diferente de conocimiento, que permitiera alcanzar tanto un concepto superior de experiencia como una nueva metafísica: «una experiencia más profunda, llena justamente de metafísica», escribe.

Así, en palabras del propio Benjamin, «la tarea de la filosofía venidera puede ser definida como el encontrar o el crear el concepto de conocimiento que, al poner el concepto de experiencia exclusivamente en relación con la conciencia trascendental, no sólo hace posible la experiencia mecánica, sino también la experiencia religiosa. Lo cual no significa que el conocimiento haga posible a Dios, pero sí desde luego que el conocimiento hace posible lo que son su conocimiento y su doctrina. [...] La gran transformación y corrección que hay que llevar a cabo en el concepto de conocimiento de unilateral orientación matemático-mecánica sólo se puede obtener al ponerse el conocimiento en relación con el lenguaje, como en vida de Kant ya intentó Hamann. La conciencia de que el conocimiento filosófico es absolutamente apriorístico y seguro, la conciencia de estos aspectos de la filosofía comparables a la matemática, hizo que Kant olvidara que todo conocimiento filosófico tiene su única expresión en el lenguaje y no en las fórmulas ni en los números [...] Un concepto de conocimiento adquirido en la reflexión sobre la esencia lingüística del conocimiento debe crear sin duda un concepto correspondiente de experiencia que incluirá ámbitos que Kant no consiguió integrar en el sistema, siendo el supremo de esos ámbitos el que respecta a la religión. Y así se puede formular por fin la exigencia a la filosofía venidera con las palabras siguientes: crear, sobre la base del sistema kantiano, un concepto de  conocimiento al que corresponda el concepto de una experiencia de la que el conocimiento sea la teoría» .

De algún modo, los primeros escritos de cierta entidad publicados por Benjamin, como su tesis doctoral o su trabajo de habilitación para la libre docencia  pertenecen al universo conceptual bosquejado en ese ensayo de 1917 acerca de la filosofía venidera, del que en gran medida son contemporáneos. Es quizá en el «prólogo epistemocrítico» de su Origen del drama barroco alemán donde esa relación se hace más evidente, aunque puede ser rastreada igualmente sin mucha dificultad en la primera parte de El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán. Sin embargo, es obvio que estos trabajos no se agotaban en desarrollar esas perspectivas que podríamos denominar sistematicas, sino que se abrían a una temática extraordinariamente más rica y compleja, en la que el lenguaje jugaba también un papel de primer orden. Y así, cuando Benjamin se ocupó del Trauerspiel, lo hizo por considerarlo «la sede de la auténtica concepción de la palabra y del lenguaje en el seno del arte» 48; como también su interés por el momento cognoscitivo de la crítica de arte en el romanticismo temprano, representado por Friedrich Schlegel y Novalis, remitía en el fondo a la misma cuestión, por cuanto para Benjamin el arte no dejaba de ser un lenguaje. «Toda manifestación de la vida espiritual humana –había escrito– puede ser entendida en tanto que un tipo de lenguaje, idea que descubre por doquier (actuando a la manera de un auténtico método) planteamientos nuevos. [...] En este contexto, ‘lenguaje’ significa el principio dirigido a la comunicación de contenidos espirituales en los correspondientes objetos: en la técnica o el arte, la religión o la justicia» .

En esa apertura a temáticas más amplias y plurales comenzaba ya a insinuarse algo que no tardaría en tomar cuerpo y que acabaría dando un sesgo del todo particular a la obra del filósofo berlinés. Me refiero a su renuncia a escribir un tratado sistemático de filosofía para centrarse, en cambio, en la producción de aforismos, fragmentos y comentarios. Se trata de una cuestión crucial para comprender el pensamiento benjaminiano, sobre la que no me puedo extender aquí, aunque sí debo señalar que, como ya advirtiera Adorno, no es algo que surgiera como simple fruto de las circunstancias, sino que se encontraba enraizado desde el principio en su modo de pensar. Más aún, ya sus primeros escritos testimonian que Benjamin no veía oposición entre un cierto esprit de système y su personal tendencia a lo fragmentario; así, por ejemplo, refiriéndose al menor de los hermanos Schlegel, no duda en afirmar que «el hecho de que un autor se exprese en aforismos nadie podrá aducirlo a fin de cuentas como prueba en contra de su intención sistemática». En este sentido, la idea schlegeliana de sistema le resultaba ¡ particularmente afín, no sólo por encontrarse expuesta mediante fragmentos, sino sobre todo porque concebía la filosofía como un todo que sólo puede ser conocido a través de un camino circular, cuyo centro está sujeto a un  constante movimiento: si ese centro pudiese fijarse de una vez por todas, la figura del círculo resultaría vana. El hondo significado que Benjamin atribuía a la perpetua tensión existente entre lo que podríamos llamar el todo y las partes, simbolizada por ese continuo movimiento del centro, se encuentra bellamente expuesto con la imagen del mosaico empleada en el prólogo de su libro sobre el drama barroco alemán: «Tenazmente comienza el pensamiento siempre una vez más, minuciosamente regresa a la cosa misma. Pues al seguir los diferentes niveles de sentido en la consideración de uno y el mismo objeto, recibe el impulso para aplicarse siempre de nuevo tanto como la justificación de lo intermitente de su ritmo. Así como la majestad de los mosaicos perdura pese a su troceamiento en caprichosas partículas, tampoco la misma consideración filosófica teme perder su empuje. Ambos se componen de lo individual y disparejo, y nada podría enseñar más poderosamente la trascendente pujanza, sea de la imagen sagrada, sea de la verdad. El valor de los fragmentos de pensamiento es tanto más decisivo cuanto menos se puedan medir inmediatamente por la concepción fundamental, y de él depende el brillo de la exposición en la misma medida en que depende el del mosaico de la calidad que tenga el esmalte».

Entender los fragmentos como teselas de un mosaico con las que construir su pensamiento será una constante en la escritura benjaminiana, que el filósofo berlinés no abandonaría en su etapa materialista. Es más, precisamente entonces recurrirá a ellos con mayor profusión, ya sea en forma de aforismos o de citas, para no perder esos «diferentes niveles de sentido» que se esconden en la realidad y que con facilidad podrían haber quedado soslayados al adoptar las
categorías marxistas. De hecho, el primer ejemplo de empleo del fragmento con esa precisa intención metodológica es Dirección única: un libro de aforismos que recoge una serie de aquellas «iluminaciones profanas», de inspiración materialista, de las que habla, bajo el influjo de Aragon, en el ensayo sobre el surrealismo.
Con ese libro se abría todo un ciclo en la producción benjaminiana, cuya culminación habían de ser los inacabados Pasajes, de los que se ha conservado una impresionante colección de fichas, con numerosos fragmentos y citas recogidos para su redacción. Entre ellos, se encuentra la siguiente anotación: «Método de trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. pard sa120 Pero los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarlos alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos». Y también esta otra: «Este trabajo tiene que desarrollar el arte de citar sin comillas hasta el máximo nivel. Su teoría está íntimamente relacionada con la del montaje». Son estas dos notas las que probablemente indujeron a Adorno a pensar que ese trabajo de Benjamin «solamente debía consistir en citas», aunque parece obvio que no era eso lo que el berlinés pretendía.

En este contexto, la técnica del montaje remite indudablemente al cine, del que ya se había ocupado ampliamente Benjamin en su célebre ensayo La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica. El «arte de citar sin comillas» haría, pues, referencia a un modo de presentar el mundo objetual ligado a la vida urbana de los «pasajes», las primeras galerías comerciales parisinas; un modo tal que le permitiera, a través de sucesivas iluminaciones, construir una interpretación de la superestructura cultural del siglo XIX, no tanto mediante la formulación de un discurso conceptual y abstracto como gracias a la elucidación en el París decimonónico –mirado con los ojos de Baudelaire– del carácter expresivo de los primeros productos industriales, de los primeros edificios industriales, de las primeras máquinas, pero también de los primeros grandes almacenes, de los anuncios publicitarios, etc. Conviene además no perder de vista que, en último término, la investigación subyacente a los Pasajes tenía una finalidad histórica: iluminar el pasado con el presente, con objeto de «despertar del siglo XIX» 56. Pero, para Benjamin, «articular históricamente el pasado no significa reconocerlo ‘tal y como propiamente ha sido’. Significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro». De ahí que las iluminaciones profanas se le presenten como el medio idóneo para alcanzar el objetivo mencionado: no decir, sino mostrar; sólo así se puede alcanzar aquella «auténtica imagen histórica que relampaguea fugazmente» 57. En todo caso, esa imagen que ilumina el pasado y lo salva –de nuevo aparece aquí el recurso benjaminiano al «despertar de un  saberaún-no-consciente de lo que ha sido»– se muestra en lo que el pensador judeoalemán denomina el Jetztzeit, el tiempo presente, que constituye una categoría central en su modo de concebir la historia: una categoría que, por cierto, es teológica.

En el segundo exposé de los Pasajes, como ya ha sido puesto de relieve en numerosos estudios, Benjamin intentará de modo harto problemático articular la imagen resultante del montaje de los fragmentos con una nueva comprensión marxista de la historia. He aquí cómo lo explicaba él mismo: «Un problema central del materialismo histórico, que finalmente tendrá que ser abordado: ¿se tiene que adquirir forzosamente la comprensión marxista de la historia al precio de su captación plástica? O: ¿de qué modo es posible unir la mayor captación plástica con la realización del método marxista? La primera etapa de este camino será retomar para la historia el principio del montaje. Esto es, levantar las grandes construcciones con los elementos constructivos más pequeños, confeccionados con un perfil neto y constante. Descubrir entonces en el análisis del pequeño momento singular, el cristal del acontecer total» 59. Volvemos a encontrar la idea, ya esbozada en la introducción de su libro sobre el Trauerspiel, de los fragmentos como partes de un todo, como teselas de un mosaico que es posible reconstruir a la luz de ese instante en el que, como fruto de un «despertar», pasado y presente quedan unificados en la imagen dialéctica de un recuerdo. Así, la tarea del historiador, tal como Benjamin la concibe, no resulta muy distinta de la del Mesías, que al final de los tiempos muestra la verdadera significación a los acontecimientos históricos: una tarea que en la formulación benjaminiana se encuentra más cerca de la interpretación freudiana de los sueños que del análisis histórico marxista. Parece cuando menos dudoso que en su obra ambos enfoques pudieran haber llegado a hacerse compatibles; por eso, resulta casi obligado concluir que el carácter fragmentario del trabajo de Benjamin sobre los Pasajes no es atribuible sólo a su trágica muerte, que lo dejó inacabado, sino a la estructura misma de su modo de pensar, abocado como estaba a captar el todo sólo en las partes.

Algo semejante cabe afirmar del itinerario intelectual de Aldo Rossi. Tras haber pretendido alumbrar una ambiciosa teoría sobre la ciudad como hecho físico en La arquitectura de la ciudad, uno de los libros más influyentes de la cultura arquitectónica de la segunda mitad del siglo XX, se vio luego obligado a reconocer que «los grandes hechos habían prescrito históricamente» y que, en consecuencia, ya sólo cabía limitarse a ejercer el oficio y, en el mejor de los casos, a dar una explicación de la génesis de la propia obra: «A partir de un determinado momento de la vida –dejó escrito en esa fascinante colección de fragmentos titulada Autobiografía científica– empecé a considerar el oficio o el arte como descripción de las cosas y de nosotros mismos». Es claro que esa trayectoria pudo responder en gran medida al devenir histórico del que Hobsbawm ha llamado ‘siglo breve’, pero a mi juicio hay que ver en ella sobre todo el paulatino despliegue de la singular forma mentis del arquitecto milanés; ahí tuvo su origen el proceso que le conduciría del neorracionalismo inicial a los procedimientos analógicos que caracterizaron su obra teórica y proyectual a partir de los años. Como en Benjamin, en quien las intenciones sistemáticas de la época juvenil se vieron reconducidas al «arte de citar sin comillas», al montaje de fragmentos, sin que por ello se produjera ruptura alguna en su pensamiento, así también entre el intento rossiano de refundación disciplinar emprendido durante sus años venecianos y la disolución de la disciplina a la que se vio abocado a comienzos deg1033 los años «existen estrechos vínculos». Unos vínculos que hunden sus raíces en el humus cultural del surrealismo, que jugó un relevante papel tanto en Rossi como en Benjamin, al ayudarles a encauzar un modo de pensar que a ambos les resultaba afín y que les permitió verter en clave profana numerosas ideas de las tradiciones católica y judía que, respectivamente, permeaban todo su pensamiento.

En la primera mitad de la década de los 60, coincidiendo con sus años de docencia en el IUAV como ayudante del curso dirigido por Aymonino, el espíritu sistemático parecía orientar por completo el trabajo de Rossi. La meta común a ambos arquitectos era entonces la construcción de una ‘ciencia urbana’ que pudiera servir de base para una proyectación arquitectónica racionalmente fundada. De hecho, esa búsqueda de la racionalidad de los principios, llamados como estaban a afirmar la transmisibilidad del corpus disciplinar, se encontraba en la base de las tesis sostenidas en La arquitectura de la ciudad, que no tardarían en ser interpretadas, contra la intención originaria de su autor, de un modo puramente escolástico. Y, sin embargo, algo había en ese libro que invitaba a un empleo militante del mismo, quizá debido al contexto polémico en que pronto se vio situado; en todo caso, refiriéndose a los motivos por los que lo escribió, Rossi ha señalado: «Quería escribir un libro definitivo: me parecía que, una vez aclarado, todo iba a quedar definido. El tratado renacentista debía convertirse en una herramienta con traducción en las cosas. Desestimaba los recuerdos y, al mismo tiempo, me servía de mis impresiones urbanas; buscaba, tras los sentimientos, leyes inmóviles de una tipología situada fuera del tiempo. Los patios, las galerías, la morfología urbana, cristalizaban en la ciudad con la perfección de un mineral. Leía los libros de geografía o de historia urbana con la actitud del general que desea conocer todos los posibles escenarios de una guerra; las montañas, los pasos, los bosques. Recorría a pie las ciudades de Europa para comprender su diseño y poder referirlo a un tipo. Como en un amor vivido con egoísmo, ignoraba a menudo sus sentimientos secretos y tenía bastante con el sistema que las gobernaba».

 

Ese ‘sistema’ que gobernaba la forma de cada ciudad, el ‘tipo’ urbano al que podía ser referida, se correspondía de algún modo con su ‘estructura’, para cuya lectura Aymonino y Rossi, siguiendo a Muratori, recurrieron al análisis de la relación existente en cada caso entre la morfología urbana y la tipología edificatoria. En las lecciones impartidas en Venecia entre 1964 y 1966, el arquitecto milanés se ocupó de indagar el significado de esa relación, llegando a plantear que: «a) entre estos dos hechos, tipología edificatoria y morfología urbana, existe una relación binaria y el poner en claro esta relación puede llevar a resultados interesantes; b) estos resultados son extremadamente útiles para el conocimiento de la estructura de los hechos urbanos, estructura que no se identifica con la relación antedicha, pero que en buena parte es aclarada por el conocimiento de esta relación». A partir del estudio de esa relación intentó profundizar en el análisis urbano como instrumento de conocimiento capaz de proporcionar una base racional al proyecto, pero a medida que esos estudios comenzaron a convertirse en una herramienta autónoma y autorreferencial, sin relación inmediata con la arquitectura, el arquitecto milanés se fue distanciando de ellos, justamente al advertir que en aquel libro suyo de 1966 «latían motivaciones mucho más complejas », que no se dejaban encerrar en algo parecido a un sistema. Así, la ciencia urbana, cuya definición parecía ser el objetivo fundamental de La arquitectura de la ciudad, dejó paso en los años 70 a los proyectos de arquitectura, sin que mediara explicación alguna de aquel cambio de rumbo, más allá del ambiguo y benjaminiano «sentirse deformado por los vínculos con lo que le rodeaba». Esa retirada de lo que podríamos denominar el ‘frente urbanístico’, con la consiguiente renuncia a desarrollar los principios enunciados en su libro programático, marcaba de un modo neto en la trayectoria del arquitecto milanés la transición del esprit de système al montaje de fragmentos, que ha caracterizado su arquitectura desde entonces.

Pero no hay que llamarse a engaño. Si bien es cierto que Rossi sostuvo siempre que el fundamento de la arquitectura se encontraba en su relación con la ciudad, entendida como hecho social por excelencia, nunca pensó en la ciudad como un sistema global gobernado por leyes susceptibles de ser definidas científicamente, sino más bien como una realidad física compuesta de partes, cada una de las cuales podía –y debía– ser objeto de un proyecto de transformación en función de las necesidades del presente. En este sentido, en una conferencia impartida en Santiago de Compostela a mediados de los años 70, afirmaba: «Hablar de la ciudad por partes, como he dicho otras veces, significa simplemente considerar la inutilidad de un diseño global de la ciudad como si fuese la proyección sobre un plano horizontal de una forma geométrica abstracta» 68, donde ‘abstracto’ quería decir ajeno a la dialéctica de lo concreto y, por tanto, concebido al margen de las exigencias sociales. La ciudad por partes, retomando ideas puestas en circulación por la cultura ilustrada, remitía a un todo construido mediante fragmentos que podían ser considerados como ‘hechos urbanos’, en el sentido dado a este término en La arquitectura de la ciudad. De ahí que no tuviera nada de extraño que, sin haber modificado siquiera una línea del texto de 1966, Rossi escribiese en el epílogo para la edición alemana de 1973 que «este libro es un proyecto de arquitectura». Para el arquitecto milanés, buscar en la historia de la ciudad por medio de la analogía las referencias para el proyecto arquitectónico era su modo de hacer arquitectura urbana, es decir, una arquitectura digna de tal nombre y no un mero producto de consumo; bien entendido que la de Rossi no es en ningún sentido una arquitectura historicista, sino justamente una arquitectura del presente, por cuanto, como en el Jetztzeit benjaminiano, «la confrontación con la historia se entiende en función de las luchas presentes, y la misma historia es parte del presente»

Existe, pues, un cierto paralelismo entre el procedimiento analógico rossiano y la iluminación profana teorizada por Benjamin en su ensayo sobre el surrealismo y luego desarrollada más ampliamente en las notas sobre teoría del conocimiento de los Pasajes y en las tesis sobre el concepto de historia. Según Rossi, la analogía es «un modo de entender de manera directa el mundo de las formas y de las cosas, en cierto modo de los objetos, hasta convertirse en algo inexpresable si no es a través de nuevas cosas». Pero ese pensamiento que no se expresa mediante palabras o ideas, sino a través de nuevas cosas, no nace de la nada, sino que se funda en imágenes del pasado, en recuerdos que son captados bajo una nueva luz con ocasión de una fulguración instantánea, fruto de «acercamientos imprevisibles» como los que buscaba Breton en sus paseos por París. Por eso, Rossi pudo afirmar que en esa definición de la analogía creía encontrar un sentido de la historia distinto del habitual: la historia «vista no como cita, sino como una serie de cosas, de objetos de afecto de los que se sirven el proyecto o la memoria». ¿Cómo no ver aquí de algún modo un trasunto de aquella imagen, de la que habla Benjamin, «leída en el ahora de su cognoscibilidad»? De modo semejante a como la historia, según el filósofo berlinés, no se fragmenta en historias o relatos, sino en imágenes, y estas imágenes, alcanzadas mediante un recuerdo imprevisto, sólo son reconocibles como destellos que brillan en el ahora de la remembranza, así también la arquitectura de Rossi encuentra en los fragmentos de arquitecturas del pasado el material con el que construir sus proyectos, por medio de una operación analógica basada en la memoria involuntaria. No se trata, por tanto, de considerar esas imágenes como una referencia culta o un añadido ornamental que acompañaría a los dibujos mediante los que se va definiendo el proyecto, sino de aceptar las resonancias que esas imágenes despiertan en nosotros precisamente como punto de partida del proyecto, como fuente de nuevos e imprevistos significados, cuyo origen no puede ser expresado completamente a través de un procedimiento racional.

Como Benjamin, también Rossi practicó el «arte de citar sin comillas» en sus dibujos y proyectos, montando una y otra vez de un modo relativamente arbitrario fragmentos de arquitecturas u objetos cotidianos, a los que se siente particularmente ligado y que repite a menudo de manera obsesiva, porque –ha dicho–«es difícil pensar sin obsesiones». Ese montaje de fragmentos se acabaría convirtiendo en el nuevo principio formal de la ciudad análoga rossiana, como lo habría sido del trabajo benjaminiano sobre los pasajes parisinos si éste hubiese llegado a culminar. El interés del filósofo berlinés por el cine, de donde procede la idea del montaje como mecanismo que permite construir nuevas unidades semánticas con fragmentos diversos, fue compartido por el arquitecto milanés, quien en su presentación del panel titulado La ciudad análoga ya hizo notar que «había pensado hacer algo similar en el film Ornamento y delito, hecho para la Trienal de Milán». Y es que si Benjamin había visto en el montaje cinematográfico un medio capaz de unificar de un modo nuevo la fragmentación de la experiencia provocada por la modernidad urbano-industrial –y de ahí el entusiasmo manifestado por el ci-ne como forma no aurática del arte en La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica–, algo semejante le ocurría a Rossi con esos oggetti d’affezione empleados en sus proyectos, tal vez porque tampoco a él le pasaba desapercibido que «allí donde impera la experiencia en su sentido estricto, ciertos contenidos que son propios de nuestro pasado individual entran finalmente en conjunción con los del colectivo en la memoria ». O, cuando menos, a eso aspiraba con el procedimiento analógico que comenzó a emplear en los años 70, ya que estaba convencido de que una arquitectura sólo podría ser considerada verdaderamente urbana en la medida en que recibiera su significado último de la sociedad. Por eso dejó escrito en la Autobiografía científica: «Siempre, incluso formalmente, me ha interesado esta posibilidad de utilizar pedazos de mecanismos cuyo sentido general en parte ya se ha perdido. Pienso en una unidad o en un sistema construido exclusivamente a base de fragmentos reunidos: quizá tan sólo un gran impulso popular podría darles el sentido de un diseño de conjunto».

En un mundo como el nuestro, en el que «los grandes hechos han prescrito históricamente», en el que la sociedad es cada vez más una sociedad de minorías, la arquitectura de Rossi se resiste a renunciar a la construcción de un nuevo sentido común. Y es justamente en esa tarea donde los fragmentos adquieren todo su valor, al convertirse en material de la arquitectura; fragmentos que «la fantasía usará e inventará [...] como partes visibles de la unidad que busca» y que, en esa medida, «expresan todavía una esperanza» 81, la esperanza en una posible recomposición dentro de «un diseño de conjunto». A este propósito ha señalado Alberto Ferlenga que los proyectos rossianos «nos dejan entrever, sin imposiciones, la posibilidad de un ‘sentido general del mundo urbano’ expresado con una arquitectura no necesariamente constituida por construcciones grandiosas o por homologaciones conmovedoras» 82. Porque en Rossi los fragmentos (frammenti) no son una simple amalgama de cosas rotas (rottami),  sino que de algún modo postulan un cierto orden, están abiertos a una posible redención; los fragmentos lo son siempre de algo, remiten a un todo quizá perdido, pero cuya forma aún se recuerda. Reaparece así la idea benjaminiana según la cual el todo está en el fragmento, ya que a fin de cuentas sólo por lo que tiene de fragmentario es susceptible el lenguaje de ser hablado. Ese todo que es la ciudad está también hecho de fragmentos, de partes, y no es reducible a una única idea, como pretendieron algunas versiones del Movimiento Moderno y una cierta cultura del planeamiento urbanístico; sin embargo, esos fragmentos, las partes que componen la ciudad, tienden a componer un diseño global: «Es éste quizá el sueño de la gran arquitectura civil: no la concordancia de lo discorde, sino la ciudad bella y ordenada por la increíble riqueza y variedad de sus lugares. Por esto –afirma Rossi–creo aún en la ciudad futura como aquella donde se recomponen los fragmentos de algo roto en el origen y, por tanto, de una ciudad libre, en la vida personal y también en el estilo»

Olvidar la arquitectura para afirmar la vida

Esa ciudad futura de la que habla Rossi, «donde se recomponen los fragmentos de algo roto en el origen», guarda una estrecha relación con el pasado y, por tanto, con la memoria. Y es que la ya citada distinción rossiana entre frammento y rottame convierte de algún modo los fragmentos en recuerdos, que deben ser olvidados para que puedan luego reencontrar su sitio en la ciudad análoga. Si de esos fragmentos se espera que desencadenen proustianamente la memoria involuntaria, no es menos cierto que para que esa memoria se constituya es preciso un previo olvido voluntario, pues ésta se encuentra, como ya advirtiera Benjamin, «más cerca del olvido que de lo que se suele denominar ‘recuerdo’» 84. El proyecto arquitectónico tiene que ver, por tanto, no sólo con el recuerdo, sino sobre todo con el olvido; de ahí que para saber proyectar resulte imprescindible aprender a olvidar, por cuanto la memoria necesita seleccionar los recuerdos para construir esa imagen análoga que se halla en la base de cada una de las ‘partes de ciudad’ llamadas a construir la ciudad futura mencionada por Rossi. También en este sentido el procedimiento proyectual utilizado por el arquitecto milanés se asemeja al empleado por Benjamin para escribir sobre Berlín. El filósofo conocía su ciudad natal como la palma de la mano y, justamente por eso, le hace falta aprender a perderse en ella con el fin de poder recrearla en sus textos: «Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje», escribía al comienzo de Infancia berlinesa 85. La experiencia vivida adquiere así la forma de un laberinto y aprender a perderse en una ciudad conocida, como lo era Berlín para Benjamin, significa ser capaz de encontrar las huellas de las imágenes de la propia experiencia en los subterráneos de la memoria, en el contexto de lo que Adorno denominó «una teoría dialéctica del olvido»

Pero el arquitecto milanés no se detiene en la mera consideración de lo que podría ser un modo personal de proyectar: aspira a entroncar con la memoria colectiva, porque es consciente de que las arquitecturas urbanas no pertenecen tanto a su autor como a la ciudad de la que forman parte; tienen, en consecuencia, una vida más allá de la intención o la voluntad de quien las ha proyectado. Justamente por eso Rossi no desperdició ninguna ocasión para hacer el elogio de aquella arquitectura urbana que gustaba llamar ‘arquitectura civil’, es decir, la de los grandes edificios comunitarios que cotidianamente hacen posible la vida urbana para quienes viven en una ciudad o la visitan –«de la ciudad vivimos la arquitectura civil», señaló–, unas arquitecturas de las que importa, más que quién haya sido su autor, su adecuación a las necesidades y al carácter de la ciudad en que se encuentran situadas. Y es que únicamente partiendo de esa racionalidad de lo útil es posible que la creatividad se desarrolle y la poética dé sus frutos: en lo inútil «no hay sólo una falta de placer, sino una imposibilidad para la inteligencia, porque ésta piensa sólo lo que es –o podría ser–, en ciertas condiciones, posible». Para Rossi, renunciar a ser original a toda costa o saber desprenderse de los estereotipos que impone la moda, con el fin de aprender de tantas arquitecturas anónimas, es un modo de contribuir a que la arquitectura siga siendo lo que siempre ha sido: una obra colectiva, la escena fija de las vicisitudes de la vida humana. Porque, en última instancia, «para alcanzar su grandeza la arquitectura debe ser olvidada o constituir tan sólo una imagen de referencia
confundida con los recuerdos». Con la arquitectura sucede como con la vida, que el verdadero éxito o la felicidad sólo se alcanzan cuando no se convierten en aquello que se busca por encima de cualquier otra cosa. De ahí que la repetición no haya de conducir necesariamente a la monotonía, ni tenga que ser vista como un mero ejercicio ascético para aprendices de arquitecto: ya advirtió el arquitecto milanés que «rehacer siempre lo mismo para que resulte diferente es algo más que un ejercicio: es la única libertad que pueda encontrarse».

La referencia al tipo arquitectónico, en torno a la cual giró su investigación teórica en los años 60, encuentra aquí una nueva clave interpretativa, si la examinamos teniendo presente aquel «racionalismo exaltado» del que Rossi habló a propósito de Boullée. Como enunciado lógico de la forma, el tipo constituye el único punto de partida posible para una proyectación arquitectónica racionalmente fundada, pero no por ello ha de renunciar al elemento creativo; lo que ocurre es que, para tener sentido, éste necesita incardinarse dentro del sistema de referencias que le proporciona el corpus disciplinar de la arquitectura. A mi entender, ese juego dialéctico entre racionalidad e invención, introducido por Rossi en un entorno docente caracterizado por la necesidad de formar arquitectos en una universidad progresivamente masificada 91, no resultaba ajeno a la problemática de la pérdida del aura planteada por Benjamin en su ensayo de 1936 sobre la reproducibilidad de la obra de arte, donde el filósofo berlinés ya señalaba que «la reproducibilidad técnica de la obra de arte altera la relación entre éste y la masa» 92. El recurso a la tipología edificatoria actúa en el proceso de proyecto de un modo tal que, partiendo de ese inicial troceamiento y simplicación de la realidad que significa el tipo, permite finalmente alcanzar una síntesis abierta y plural, que habría de llevar consigo la aparición de un nuevo ‘realismo’ en arquitectura. Así, parafraseando a Benjamin, podríamos decir que la representación tipológica de la realidad es importante para el arquitecto porque garantiza, en razón de su intensa compenetración con las formas de la historia, esa inserción en la realidad, ajena a todo formalismo, que el usuario tiene derecho a exigir a la arquitectura. El arquitecto milanés estaría reivindicando con ello una arquitectura no aurática, en la que la vida se pudiera desarrollar con el menor número posible de restricciones para sus usuarios. No niego que en este punto el discurso rossiano sobre la arquitectura no haya podido caer en la misma ostensible contradicción que tantas veces se ha recriminado a Benjamin a propósito de su ingenua visión acerca de las posibilidades revolucionarias del cine –en todo caso, ello no haría más que reforzar la notable semejanza entre sus respectivos planteamientos–, pero lo que ahora me interesa subrayar es precisamente la primacía que la vida asume en su teoría de la arquitectura: en la Autobiografía científica afirma que, cuando escribió el ensayo sobre Boullée, «aún no me había dado cuenta de que la vida misma es racionalismo exaltado».

Es, pues, la propia arquitectura la que necesita ser olvidada para que en su interior pueda desarrollarse la vida, porque no se trata de imponer mediante la arquitectura un modo de vida, sino de «permitir todo lo que de imprevisible hay en la vida». Tal vez por eso a Rossi no le preocupaba tanto la exacta ejecución de sus proyectos como acertar en el planteamiento; porque no ignoraba que a fin de cuentas en el combate librado contra el tiempo la derrota de la forma resulta inevitable. «Toda esta magnífica armonía de cosas tan hermosas, una vez colmada su medida, está destinada a pasar. Tendrá su mañana y su tarde»: la cita es de las Confesiones (libro XIII, capítulo XXXV, 50) de san Agustín, pero el arquitecto milanés la emplea para ilustrar su propio pensamiento. ¿No es acaso la disolución de la forma en la vida el objetivo último que parece perseguir toda su obra? En este sentido, a la arquitectura sólo le cabría intentar disponer el escenario en el que se puedan desarrollar los acontecimientos; la misión del arquitecto podría compararse entonces a la de quien pone la mesa para que en ella tenga lugar el almuerzo o la cena: «En algunos de mis últimos proyectos e ideas he intentado ante todo captar el acontecimiento antes de que se produzca, como si el arquitecto pudiese prever, cosa que en cierto modo ocurre, el desenvolvimiento de la vida en la casa». En esa subordinación de la arquitectura a la vida se encierra, a mi juicio, el núcleo fundamental de la enseñanza rossiana, la entraña ‘urbana’ de su arquitectura, por cuanto ésta nunca es entendida sólo como una realidad espacial, objetual, cerrada sobre sí misma en tanto que forma acabada, sino que es vista sobre todo en relación con el tiempo, con el periplo vital de sus usuarios, con la experiencia de la historia: como forma capaz de soportar los cambios y, en cierto modo, de posibilitarlos; de resolver no una única función, sino muchas. Ése era el sentido de la crítica al «funcionalismo ingenuo» planteada en La arquitectura de la ciudad o a lo que en otro lugar denominó «la parte regresiva del Movimiento Moderno.

Haber captado esa relación entre la arquitectura y su componente temporal, a menudo ignorada por los arquitectos, tiene en Rossi una especial importancia y ha supuesto en su obra una transición de las ideas a las cosas no siempre bien comprendida. Ha sido frecuente, de hecho, ver en él a una especie de arquitecto platonizante, más interesado por los dibujos, es decir, por la idea, que por su materialización a través del proceso constructivo; sin embargo, es la conciencia de que los edificios, como las ciudades, tienen una historia, independiente de la  intención particular de quien los proyectó, lo que en último término debió llevarle a reivindicar la dimensión civil del oficio de arquitecto. Pero además de esa ‘historia civil’, cada arquitectura tiene también una ‘historia natural’; se trata de una historia doble que se corresponde con los dos sentidos del tiempo sobre los que Rossi reflexiona al comienzo de la Autobiografía científica. «El doble significado, atmosférico y cronológico, del tiempo es el principio de toda construcción [...] Fue precisamente visitando San Andrés de Mantua –escribe– cuando tuve, por vez primera, la sensación de esa correspondencia que existe entre el tiempo, en su doble sentido atmosférico y cronológico, y la arquitectura; veía la niebla penetrar en la basílica tal como a menudo me gustaba observarla en la Galería de Milán, como algo imprevisible, que modifica y altera, como luz y como sombra, como las piedras gastadas y pulidas por los pies y manos de generaciones de hombres. Tal vez era eso lo único que me interesaba de la arquitectura, porque sabía que era el resultado de una lucha entre el tiempo y una forma que iba a ser, finalmente, derrotada en el combate». Así, mientras la historia civil vincula la arquitectura con la ciudad en cuanto realidad social, eso que –con una expresión de Adorno– he llamado ‘historia natural’ acabaría convirtiendo la arquitectura como hecho físico, construido, en ‘naturaleza’.

El deseo de liberar a la arquitectura del principio de autor, para facilitar su transformación en vehículo de experiencia y su inserción en el curso de la vida, conduce a Rossi no sólo a reivindicar el valor de la arquitectura anónima, sino a comprender que toda arquitectura, en su relación con el tiempo, está abocada a sufrir cambios y, en el caso de no consiga que la vida arraigue en ella, al abandono o incluso a la desaparición: «La obra del hombre siempre es efímera, tanto si es destruida por el capricho y la arbitrariedad de los políticos como si se vuelve naturaleza a través del tiempo, y amamos aquellas columnas y aquellos arcos transformados en cal, los edificios abandonados y transfigurados, los monumentos mutilados». Por eso, la arquitectura sólo llega a alcanzar toda su grandeza cuando puede ser olvidada, cuando se limita a ser el instrumento apto para que «ocurra la posible y decisiva acción», ésa que la libertad posibilita, al margen de todo determinismo de carácter ideológico. Se entiende, pues, por qué el arquitecto milanés pudo escribir, a propósito de su Autobiografía científica, que «este libro habría podido llevar por título Olvidar la arquitectura, porque puedo hablar de una escuela, de un cementerio, de un teatro, pero siempre será más  exacto decir: la vida, la muerte, la imaginación»; se entiende también que sea esa estrechísima relación entre arquitectura y experiencia, entre lo construido y lo vivido, la que mueva a Rossi a recurrir al citado pasaje del Werther de Goethe para mostrar cómo con frecuencia el hombre se ve envuelto en una reflexión «sobre el sentido del vivir, refiriéndose al ambiente que le rodea y, en cierto sentido, a la arquitectura». Así, de un modo quizá inesperado, las «distancias invisibles» invocadas en ese texto parecen converger hacia el concepto benjaminiano de aura, que había sido definido precisamente como «el entretejerse siempre extraño del espacio y el tiempo; la irrepetible aparición de una lejanía, y esto por más cerca que se halle»

Esa lejanía del confín goetheano, con la que arrancaba Rossi en el escrito citado, es evocada por Werther al recorrer los lugares de su infancia: «No daba un paso –afirma– que no me trajese algo a la memoria» 104; y conviene recordar a este respecto que, según Benjamin, «lo distintivo de las imágenes que emergen de la mémoire involontaire se ve en el hecho de que tienen aura» 105. De ahí que el valor de esas imágenes no pueda quedar reducido al conocimiento más o menos objetivo que aportan, sino que haya de ser puesto en relación, al mismo tiempo, con su capacidad de evocar ese algo que se encuentra más allá del dato puramente científico porque se refiere al significado, el cual siempre necesitará ser captado por alguien. Y el significado se capta justamente, como explica el arquitecto milanés a propósito del templo japonés de Ise, cuando ese alguien ‘reconoce’ la imagen, aunque no la haya ‘vivido’. «Este reconocimiento me parece el sentido del templo de Ise: su capacidad de ser reconocido ya no está en la materia, antigua  o nueva, en el objeto en sí, sino puramente en la imagen, en un acontecimiento que
una vez reconocido se reproduce casi sin preguntarse por el sentido»: un reconocimiento involuntario, por tanto. Así, llegamos de nuevo al concepto benjaminiano de aura, como parece confirmarlo lo que a continuación señala Rossi sobre la correspondencia de todo ello con la idea occidental de rito 108. Y es que captar lo que he llamado el ‘significado’ de esa imagen sólo resulta posible a unos ojos que no hayan perdido la capaciad de mirar, para decirlo con una expresión utilizada por el filósofo berlinés; tal vez por eso escribe Rossi que «sólo una nueva école du regardpodría salvarnos de los detalles inútiles y profundizar en el significado de las construcciones»

Las «distancias invisibles» acaban, pues, convirtiéndose en una cifra del aura. Y si, ante tan inusitada conclusión, algún prudente y avisado lector que haya tenido la paciencia de acompañarme hasta aquí se sintiera, como Adorno, movido a preguntar: «¿No es acaso el aura siempre la huella de lo humano olvidado en la cosa y no está en relación precisamente a través de este tipo de olvido con lo que usted llama experiencia?», me vería obligado a responderle con Benjamin: «No cabe duda de que el olvido, que introduce usted en la discusión sobre el aura, es de gran importancia. [...] Pero si en el aura hubiera de entrar en juego realmente algo ‘humano olvidado’, no sería necesariamente lo que representa el trabajo. Tiene que haber, pues, algo humano en las cosas que no es fundado por el trabajo. Quiero reafirmarme en ello». Pienso que Rossi estaría de acuerdo; no obstante, si a alguien le quedara todavía alguna duda, le recomendaría que lea las líneas finales del texto del arquitecto milanés aquí repetidamente citado y que transcribo a continuación: «Las distancias invisibles, como dice [Werther], comportan una pasión que sobrepasa la lógica cotidiana, y a la cual no le basta saber que la tierra es redonda para experimentar alguna emoción científica y personal». ¿Qué hacer entonces? «Tal vez intentar cambiar el mundo, aunque sea mediante fragmentos, para hacernos olvidar lo que no podemos poseer». La propuesta rossiana –como la del propio Benjamin– puede quizá resultar ambigua, pero es que sin ambigüedad es imposible hablar de nada que merezca la pena.

IN CONVERSATION WITH ILYA & EMILIA KABAKOV
Anton Vidolke (Inglés)

Anton Vidokle: I'd like to start by asking you about artistic independence. Your oeuvre strikes me as an example of one of the most independent artistic practices, in the sense of being a comprehensive, personal universe of meaning, paradoxically developed in rather totalitarian conditions. It is considered to be more difficult to achieve this in a repressive environment, where speech and artistic expression are curtailed, like the former USSR. Yet it seems to me that this may be actually easier than doing so in our current neoliberal reality, in which mechanisms of containment are more disguised and control is largely economic in nature. Is there a way to preserve artistic independence in a world where everything has changed so much?
Ilya Kabakov: We will discuss how the works of an artist coming from the Soviet Union (in the autumn of 1987) were perceived in the ÒWest.Ó This was the time of the end of the Cold War and there was a certain interest in what was going on in the Soviet Union, whether from curators or museum directors or gallery owners. Moreover, this was heating up as a result of the absolute values of the Russian nineteenth century- the creations of composers and writers as well as the Russian avant-garde of the beginning of the twentieth century. Hence, one could say that
there was potential attention. On the other hand, it was a full refutation of everything that had been done in graphic art during the Soviet period. So one could say that toward our generation there was a mixture of anticipation, and simultaneously a kind of fundamental skepticism. 
It was a very interesting situation in which what was understood to be the world of culture, the human world, was the entire past culture of humanity, and all of that culture was located beyond the bounds of the Soviet state. Frozen eternity that would never end existed inside the Soviet country. Its past was found only in museum-like spaces: libraries, conservatories, museums, and theaters. Actual life was refuted, there was no real life in a material sense, and on the "cultural" level there was sots-realism, created forms that the censors monitored-forms of drawing, dance, folk art, and so on.
Let's return to the image of Mowgli, aperson who feels disgust toward today's Soviet everyday life, who wants to jump beyond the bounds of that which is crashing down on us in the form of ÒcultureÓ from reproductions and the television, who wants to go beyond that Soviet abomination; human nature rejected all of this. This is very interesting, because the extreme falsity, lies, and aggression that was in Soviet culture on all sides, from poetry to books and radio, was perceived as something non-human. This was a utopian mythology; we were all supposed to become some kind of Soviet heroes, there was a battle for quality raging everywhere, a battle for high ideals. In all of this there was something non-human. And for Mowgli, the human was that norm that was being sought for beyond the bounds of daily Soviet reality. Namely, the central point in this conflict between reality and what Mowgli had to imagine, to invent for himself, was in the past world, in the Western world existing beyond the bounds of the Soviet state, in the vanishing Russia of the nineteenth century.
The first, instinctive move was to find out what lies beyond that ideology. The history of humanity was idealized and perceived as the history of people with their own human civilization. But we were living in the world of non-humans, and it was as though this was final and forever. In this sense, there were no distinctions: this is right, and that is wrong.
Everything Soviet that was produced is always a lie, an abomination. This was a kind of very important radicalism present in large measure in schools. But to somehow survive in Soviet society, adaptability was assumed as obvious.
There were no warriors, no revolutionaries except for five or six dissidents. Life consisted of two layers, each person was a schizophrenic. Any person -a factory worker, farm worker, intellectual, artist- had a split personality. From childhood, everyone knew what was necessary in order to survive in this country Ð how you had to lie, how to adapt, what to draw, what to sing, how to dance. By the 1950s, the entire repertoire, the whole menu, was sketched out; by then there were no discussions at all, like there were during Mayakovsky's time. This was so monstrously false, that underneath this bark emerged an autonomous layer of a different kind of human existence. For stealing from the factory, a worker could be very honored inside his own family. He would teach his child decency, but each day he would bring home a stolen sausage or milk. This was the norm in Soviet life. For the external world there was one structure-mostly verbal, chatter, all those meetings, the battle for peace. And then there was "human" life that transpired in the kitchen, among oneÕs close family and friends. In the 1950s, it was possible to talk among one's close friends in kitchens, by that time there was a guarantee that no one would run and tattle about what was discussed there.
After the death of the Cannibal this dual life became firmly established, it was recognized by absolutely everyone, including the official organs of the secret police. There was a very strict distinction between public and domestic, kitchen life.
The attempt to find out just what human culture consisted of was mastered in our art school where a few different circles of "self- education" were formed. A group of about five students would get together after their classes and each had his or her own role. There were no teachers at all. This was the natural desire to inhale oxygen, like frogs living at the bottom of the swamp.
One student was occupied only with poetry -he would get collections of Tsvetaeva, Mandelstam, Akhmatova, and Western poets. Another, named Daniltsev, was in charge of music education-he collected records. Each had his own house, except for me, I lived at the boarding school dormitory. Khavin -who later became a well-known architect -was in charge of the literary part, and yet another was responsible for theater. Someone else was in charge of philosophy. We formed a circle of those who were initiated in "universal" knowledge. We were very proud that we did not belong to the Soviet world, but rather after school we breathed a different oxygen. This way of living outside of Soviet reality was preserved once we had finished school and transitioned into the institute. We would regularly go to the conservatories, libraries, and theaters. It was a kind of self-emerging, almost intellectual medium. It represented an instinctive attraction toward culture, knowledge, and the desire to find out just what was on the other side, beyond the fence, of the Soviet livestock yard. This naturally turned into a meeting point of the unofficial art world. We were terribly fortunate that in 1957, in Moscow, a circle of poets, artists, and musicians took shape. It was an entire ÒcivilizationÓ of sixty to seventy people. The main question now asked is: "How did you live, on what did you exist?" Each one earned a living somehow Ð someone illustrated childrenÕs books; Andrei Monastyrsky worked in a library. Each person had his ownbiography of dual existence. In the internal world, no one talked about it, no one complained about how hard it was to live in the Soviet world.
We were personages who existed autonomously, poets would read their verses each day in studios. The same kind of characters would come from Leningrad where the same kind of world existed in parallel. Life was unbelievably intensive, although, of course, there were no exhibitions, no galleries, no collectors.
We had our own philosophers, such as Boris Groys, and religious thinkers, Zhenya Shiffers being the most well known. And there was an entire group of musicians, modernists who were also protesting in their own way. There were an enormous number of poets, mostly from Leningrad.
I was told that this unofficial sphere was very big, that it had its own commerce. Some things would be purchased on occasion, and it was possible to subsist this way. But this subsistence was oriented toward the West, and the uniqueness of your position, and the position of Moscow conceptualists, was that yours was an opposition within an opposition.
That's true, the unofficial art world was not monolithic, it had only one thing in common- this abhorrence of Soviet life and culture. It was like prison, like a camp. Inside of that camp there were lots and lots of barracks that had
autonomous and ideologically non-intersecting positions. This was silently recognized by everyone, but there was mutual respect, like among inmates in a prison camp. Each barrack had its own ideology. A few of the barracks were not oriented toward the West. I wrote an entire book about that, where these groups are identified: "The 1960s-70s É Notes about Unofficial Life in Moscow". Some had the opportunity to make money on account of foreigners. But the conceptual group was not very oriented toward that. The fear of selling to a foreigner, for me, for example, was insane.
AV: What kind of consequences could there have been?
IK:You were immediately put in jail as a black-market currency speculator. The only thing that there could be was an exchange; you could ask for a camera in exchange.
Emilia Kabakov: Any currency operations with foreigners were criminally punishable.
IK: Moreover, this entire circle was under the close scrutiny of the KGB. Some were dragged in for interrogation, but some figures werenÕt touched at all. In the eyes of the officials, it was very important that this was not of an anti- Soviet nature. The concept of art in the West had the quality of a dream about a young man meeting a woman. It was impossible to leave the country; one could only emigrate. The West was perceived as a flourishing cultural civilization. There was a very strong desire in the conceptual circle to orient oneself toward that culture, not to compare oneself with the Soviet tradition. I dreamed about doing what would please the West. I was one of those who during the Soviet period was called a groveler of the West. I created my works, thinking about what a Western curator would say about them. For many, the criterion was the artist himself and his
ideas -if they were realized, that was enough. I had an inflamed reaction to what an authoritative Western person, an expert, would say about me. For me, the Western history of the arts was the beginning and end of my horizon. 
I would fantasize that somewhere there was some sort of world where I would feel at home, like one of them. I was rather indifferent to the opinions of my colleagues. Such an apologetic attitude toward foreigners existed amidst my friends and me over the course of probably thirty years of existence in our unofficial artistic life Ð from the 1960s through the 1980s. These thirty years passed in isolation except for the rare visits by representatives of the Western "expert" group. The life that had been established in the 1960s monotonously melded into the 1970s and 1980s. The generations of unofficial artists changed, but the lifestyle remained the same. The Brezhnev era was so stable, all connections had been verified, that it seemed that this Soviet "paradise" would last for millennia. Everyone had agreed to such an extent about how, how much, and where to steal, what to say and where to speak. My generation is situated between a generation of fear and a generation of relative calm. Fear remained, but it was understood that if you would only abide all the rules, you wouldn't be touched. The next generation in the conceptual circle was no longer constrained by fear, it was freer, and had fewer phobias and frustrations. I would count Monastyrsky, Zakharov, Albert, Prigov, Sorokin4 as belonging to that generation. Perhaps there was not such a big difference in age, but the content of their psyche was already different. And the next that we still managed to catch -the Kindergarten home gallery, the Mukhomory group- lived a kind of upbeat, prankish life that did not take Soviet reality into consideration, and they existed in a relatively free world. It is a scale that goes from fear and torsion to the movement of paws and certain kinds of dance. I am talking only about the generations of the 1960s, 1970s, and 1980s. It is believed that the most active work of conceptual artists was in the 1970s, but I am now making a gradation of the psyche from the frightened to the non-frightened. My generation, and that of Bulatov and Vasiliev, had a certain relationship with Soviet rules, signs. We, like Komar and Melamid, were always reflecting on the presence of Soviet ideological signs. Sots-art emerged as a humorous reaction to the presence of Soviet symbols.
AV: Where did you first see the works of Lissitzky or Malevich? How did that take place?
IK: I didn't see them at that time. Our education in the art school and institute was constructed in such a way that Western art history was presented up until the Barbizons. There were no Impressionists, Picasso, or Matisse. Our self-education in terms of the visual was sporadic, it was not methodical or thorough. Books on Malevich were not sold, his works were not exhibited, there was only one painting by Kandinsky in the Pushkin Museum and it was presented as the work of a French artist at that, and Antonova hung it up only at the end of the 1970s. Therefore, our education,"knowledge" of the West was formed out of air. A feeling of sensitivity of the nostrils developed, such that given three, four molecules you could catch something in the air that could be Malevich or Kandinsky. This is from the realm of irrational phantoms- like in prison, when a young man hasn't seen a woman, but has conjured her up based on pornographic graffiti.
AV: I'd like to ask about your drawings with the Black Square from the end of the 1960s, I think.
IK: You are probably referring to Sitting-in-the-Closet Primakov. There was no such Black Square in my consciousness at that time. There was a consciousness of the blackness of a closed closet. It is difficult to say what I knew and what I didn't know. Some sort of cultural genetics kicked in and started working. This is a very important and essential moment in today's obliteration of the past. There is no actual object  of the dreams of today's generation of extroverts. They react to any  external irritant - Putin, Shmutin, their hand twitches because something is bothering it. Our generation is more introverted. It is that which lies in consciousness, in the capacity to develop cultural fantasies, signs. The manipulation of these signs is the fate of the introvert. These images arise at that point when, finding yourself in total isolation, you orient yourself toward the entire cultural field as a whole. This gigantic field of images is the country and homeland of the introvert. The extrovert operates differently - everyone is running somewhere, so I am running there, too. For the introvert, it doesnÕt matter whether he lives in America or Europe, your homeland is the cultural field. It is always in your imagination. It continually functions and produces. This is the fate of people who are detached from actual cultural phenomena, they are involved only with their own imagination. For the introvert, three components are important: memory, fantasy, and reflection. All of these are described as formulas of cultural production - memory about culture, reflection on culture, and imagination of returning to ÒthatÓ time. Nothing material was ever discussed in our circle- who is living with whom, who bought what, how much it costs, and so on. Only topics of cultural reflection were discussed.
AV: When you arrived in Austria, for example, were you disillusioned by the West?
IK: Just the opposite! I was fascinated. I had arrived in the real art world. It was a happy time after the end of the Cold War. The Western world met the artist who had arrived from the USSR with high expectations. The Soviet wave had arrived. And according to the law of "waves", it started to ebb at the end of the 1980s through the middle of the 1990s. The same happened later with Thailand, China, and so on. There was huge interest from curators and museum people. I was included in this process as some sort of exotic character.
AV: Of an ethnographic nature.
IK: Absolutely. Because I had arrived from the USSR, I did not act like a hooligan, I painted, liked them, and looked at Soviet reality through their eyes. This is a very important point- I was not a patriot. I was not a Russian artist who wanted to show Russian art to the West. The conceptual position was to look at Soviet life through the eyes of a "foreigner" who has arrived there.
This was the position of an observer. My installations were well received, because this was a projection of Western consciousness onto a world unfamiliar to the West. Included in my task was to show the ordinary, banal Soviet world, with its communality, language, wretchedness, sentimentality. This view was following in the footsteps of the tradition of the "little person" of the nineteenth century, emanating from Gogol, through Dostoevsky, and Chekhov. This is not the heroic Soviet person, nor the Western superman. This is interest in the simple and banal.
In Western art I was astounded by the unbelievable individualistic isolation, loneliness, and exclusivity, from Pollock to whomever. This was very unpleasant for me. I saw in this the deformation of Western ideology, because the image of the little man comes from the tradition of the Enlightenment. The intellectual in this sense is understood not as a class attribute, but as a certain kind of norm of the individual. He cares, sacrifices, and is compassionate. The Russian intellectual in  the image of the nineteenth century is a complete person. Not a noble, but an intellectual, namely a commoner. This tradition entered into the bloody twentieth century and has only vanished entirely just recently. It is the end of the epoch of the intelligentsia.
I think that the only function of art is to support this tradition. I repeat, I am talking in relation to the superman-artist, whose image now exists in the West, a champion in his own area. But when I moved to Austria in 1988, the image of the Western world and modernism was very strong. Now I have major reflections concerning modernism. But twenty-five years ago, I accepted absolutely everything. There was a complete idealization of Western artistic life.
AV: Did it ever occur to you that these foreign curators who would visit did not fully understand what you were doing? After all, it is very difficult for a Western person to understand Soviet dematerialization.
IK: I completely agree. I perceived a certain interest of the West in this world, but I
understood that the context and content of Soviet life was inaccessible to them. But they had heard something. It was important for me that they had an interest in it. For me, this was enough. It was enough for me that they allowed me onstage, but as for what my dance meant there, I was fully aware that they virtually did not understand any of my body movements. What I was saying about my "Western" view of Russia was also an illusion. By that time, the Western view had shifted so much that it is difficult to say whether it was the same as it was during Diagilev's tours. In fact, the West right up to today, in principle, rejects that which was carried out of Soviet Russia. This has a reason. There is an enormous tradition of adaptation of the Western world to distant civilizations. There was a Japanese wave, an African, and a Chinese wave. But not a Russian one. After all, you could say that it is the same as ours, only repulsive. Our child too, only lousy. To this day there exists a repulsion and rejection of everything that has come from Soviet Russia.
AV: Including the Russian avant-garde?
IK: No, of course that is an exception. It is understood as a Russian version of the Western avant-garde. We are getting close to our topic, to Lissitzky. The Russian avant-garde accepted the paradigm of Western artistic evolution, understanding it not as a critical attitude toward the past, but as a normal evolutionary movement. They perceived formal changes in the Western artistic process. By 1905-7, the perception had emerged that the old world had ended.
AV: We don't have that perception today.
IK: Of course not. Despite the fact that everything has changed, there is no such perception of the end of the old world. The new world was supposed to carry the perception of the cosmic. A new cosmos. All ideas come from the cosmos, and not from social life. The Russian avant-garde believed that a new cosmic era had begun. Technology, steamships, airplanes, steam engines were all perceived to be signs of the cosmos. There was no such cosmism in the West. Italian Futurists come the closest to this, but they are too technological. All the Russian avant- gardists were accomplished visionaries, mystics, from Filonov to Malevich. You have to remember that we were talking about a radical repudiation of the past, of existence, as if it had died. It had rotted, had turned into the Black Square.
AV: The cosmos, of course, is also black.
IK: For Malevich it was white, for example. And for Lissitzky it was white too. This, of course, represents an unbelievable enthusiasm for the approach of the future. It was seen to take various forms: in linguistic forms, for example, in the work of Kruchenyh and Klebnikov and then Kharms; and in visual forms, in the shape of Suprematism. The degree of cosmism of that epoch is not understood fully. Everyone understood what was happening in the new Russia as a social utopia. Cosmism does not manifest its nature, only in rocket flights. Tsiolkovsky perceived rockets to be a means to deliver things to space cities. It is important to note that the artistic creations of these artists wasn't strictly formalistic, they were not only about art. To a great degree they bore world- building, cosmic experiences. They attempted to illustrate this with their art. You can view Malevich as an illustrator of his mystical ideas.

All it takes is to read the texts that he wrote. It is clear that he was in a state of agitation, exaltation from cosmic fantasies. The West poorly perceived this aspect. Western materialism, pragmatism, and rationalism does not want to adapt this artistic thinking. Even though there was an enormous quantity of mystics, such as Klee, for example, in the West.
AV: Not cosmic mystics.
IK: Not cosmic, but other pilgrims: mystics of the subconscious, that very same ill-fated Surrealism, Dali, and so on. The recognition of modernism as an unwavering artistic doctrine came very late. Essentially it came after the war, when museums of modern art started to appear. At that time, canonized figures took the place of prophets. In the end, a narrow group of formalists was victorious, thanks primarily to Matisse and Picasso. Modernism rejected the ideology of imparting content and transitioned to the realm of pure signs, blotches, scrolls, and commas. This formalization turned out to be the main line of modernist thinking that was in its own way also religious. Modernism lost its content-based meaning. In the end, formalistic emptiness prepared the soil for the appearance of Pop art, which is already the area not of aesthetics, but of ethics and the ethics of cynicism.
AV: Isn't there something in common between the cynicism of Pop art and the irony that is contained in your works?
IK: Irony is always filled with content. It is always the view of some sort of tradition of something alien. This is the tradition of Romanticism, German  Romantics. A romantic was always laughing at something low, something not corresponding to his ideals. But Pop art is cynical in relation to the consumer and modernism ignored it. Since the appearance of Impressionist artists, the artist was liberated from the consumer. The artist is the pure producer. It is production for no one. The consumer remained for the realists. Pop art again appeals to the consumer, but this consumer is not someone the artist respects. Warhol made an important shift - the collector is such a stupid beast who will purchase anything on the level of his own understanding. This is kitsch, comics. He will eat what he is used to eating. But he is not only a beast, but also a snob. Cynical derision toward the buyer forms the basis of this production, and each of the artists of Pop art, beginning with smirks and giggles, ends with factory production. He himself becomes a bourgeois animal. Warhol was very smart at this. His art comments on non- existence, death in life that is ongoing.
The theme of the "corpse in life" is very widespread. Beuys is also such a figure, a kind of medium of death. Of course, Warhol is complete despair, he cannot be described merely as cynicism and commercial production, like others, such as Lichtenstein, Rosenquist. I sympathize more with Abstract Expressionism Ð Rothko and Barnett Newman - that is clear. Barnett Newman very precisely formulates the concept of the lofty. Art is the realm of the elevated. Let's discuss something else for a minute: the artistic gene in the area of art is woven from three threads. The first is the realm of the lofty. Subjects of the lofty dominated in old art. Without it, there was no motivation to draw -the lofty was embedded in the very commission for art, in the plot. The second thread is that of artistry. It is like a certain form of a congenital feeling of harmony and balance. It can have refined and multilayered forms or it can be simple. The sign of artistry is when an artist sees not the details on the painting, but the paining in its entirety, as a whole, consisting of details. So, for example, from this perspective, Ingres is unartistic. For all great artists there exists balance and the domination of the whole. They embody the gene of artistry - Titian, Rembrandt, Michelangelo. But Leonardo is too conceptual and analytical, he does not focus on that integrity of the whole. The third component is humanity and the humanistic. There are no misanthropes among great artists, and plenty of them in modernism.
Returning to Soviet art education: we were taught the heroic history of art. We were shown only the peaks, we were never shown the intervals, the genuine artistic process. Having arrived in the West, I understood that everyone was engaged in the artistic process. And the most interesting thing was that there were no models that you had to follow. That model-based Soviet pedagogy had really infiltrated my psyche -you are already twenty-five years old, and Raphael was your   age! The very same thing existed in sports, ballet, and so on. So, why were
we talking about this?
We were offered an exhibition at Van Abbemuseum in Eindhoven that was to be based, first and foremost, of course, on the comparison of two eras, two epochs: the epoch of the beginning of Soviet power, and the changes at the end of Soviet power, when it became clear what these changes had led to. The main paradigm was hope and the establishment of a new world and the disillusion and insignificance of this world. The father who told us that everything would be okay and the son who said: look, old man, at where you have arrived.
For the exhibition we are presenting the work of Kabakov alongside the work of Lissitzky -who is entirely oriented toward the future; for him, everything is being built. Kabakov is turned toward the evaluation of that which has already been built. The thematization of the eight rooms in the exhibition divides into the different themes of this project. Lissitzky is perceived as a person who is rushing into cosmic space and arranging various types of human activity from that cosmic perspective. Unlike Malevich, he is a Renaissance type. This type is capable of working in many genres, in many professions, of not clamping up. Hence, Lissitzky functions as an artist, an illustrator, an architect, a designer, and a polygraphist, working from drawings to installations. This goes back to the Renaissance, like Leonardo and Michelangelo. Such a universal type is not welcomed in the Western art community today. If you do one thing, you don't need to do another thing. There is this horrifying specialization whereby everything else is perceived to be a hobby. I myself am one of the victims of this corridor system. But in the past, you could get away with this, therefore such a personality like Lissitzky is perceived rather respectfully, but also anachronistically, in terms of various genres of an artist: any genre is perceived as a means to express specific ideas.
These ideas are being expressed literarily, architecturally, visually, objectively, and so forth. In the time of a given "author", a specific genre dominates. IÕll tell about myself here: when you do albums, you practically donÕt produce paintings or installations. It is interesting to look at how this played out for the classics Ð when Rembrandt is transitioning from paintings to engravings and prints or when Michelangelo rushed headlong from painting to sculpture. Some genres need to rest in you head to be renewed. This is how it was for Lissitzky Ð Prouns were followed by architectural projects, and it is then that he makes his sketches for the Water Stadium.
The Renaissance type is closely connected, it is terrible to say, with the commission, the form of the proposal. The Western artist before the Impressionists in general didnÕt draw much in his free time, he was overburdened with commissions. They were his stimulus.
AV: Now we have the parallel situation when
commissions are coming from curators.
IK: They are minimal. But in a well-known sense the unofficial art world also had such patrons. For example, the production of Oskar Rabin always had a large number of consumers. However, this is a terrible, ambivalent situation. The artist who knows that he is desired has a hard time hanging on to the podium of freedom. He knows that they want what he has already done. He is afraid to take risks. Although such an artist in demand, like Picasso, improvised a lot. But in a large number of his works there is the stamp of industrial production. The same is true with the later Matisse. It is difficult for me to judge; fortunately, I never found myself in this situation. No one is waiting in line, and it is only thanks to Emilia that somehow something sells.
AV: The main question is about the independence of the artist and art. How can this be sustained today, when so much has changed in the world of art? Everyone thinks that it is difficult to preserve independence in a totalitarian situation, but in fact, it could be easier than in the situation we find ourselves in
currently.
IK: I think that every time has its own repertoire of complexities, difficulties, and its own answers to these challenges. In each epoch, a person finds something that bothers him and there are those who have suggestions for finding solutions and those who think that it is impossible to do anything. During some epochs there is competition; in some epochs it is external pressure, in others it is total freedom that also poses a challenge that is no less terrible. Each epoch has its own challenges.
In observing myself, I understood that I exist in three mismatched ages: youth, middle age, and older age. These differ not only in terms of physiology, but also in terms of entire tasks that a person sets for himself at each age. The young age is the hardest. This is connected with the fact that the goal of this age is to exclaim: "I am here, too!"The inaudibility of one's voice in the stream of others is one of the main phobias, neuroses of the young person. If he didn't get a push in a certain direction from his parents or school, then he is left to his own devices, like a cat thrown in water. In this situation of complete loneliness, he doesn't have a language in which to speak. There is no speech. He has to acquire some form of speech. It is a great fortune if you have a professional skill. The majority of young contemporary artists are doomed, if they don't belong to a school. School is the transition from "I have thought about it" to "I can do this". The shout "I am here!" as a rule embodies some sort of action that brings attention to oneself. Attention not only from one's artistic community, but from the entire socium. This is why the popularity of art actions is widespread. An art action is done in order to find oneself in the art world. Simultaneously, the one performing the action is participating in socio-political life. A very important moment occurs with the mixing of the art scene and social reality. This mixing leads to genuine insanity. An enormous quantity of curators stimulates this activity. The argument in favor of it is usually related to the avant-garde- after all, the avant-gardists are also hooligans. But for the most part, this was a form of protest that was anti-artistic - you paint on a canvas, and I on my own body. Their functioning was located inside the framework of outrageousness, and inside the framework of the artistic medium. Today, this is just an ordinary social protest that has now been ascribed to art. Everything that occurs in social and political space can now in hindsight be ascribed to the artistic realm, whereby the curator, who is the legitimate figure here, can decide what art is. This contamination creates a strange situation that destabilizes the consciousness of the author himself. He is called an artist from the sidelines. The classic example is Courbet who overturned the Vend™me Column. It remained in history, but this act was political hooliganism. As we say, we don't love him as an artist for this. The second example is from my student life. There was a game when students would board a bus and would see who could say
 he word "shit" loudest in a public place. The last one would shout in a terrible way. This is an example of how social insult counts on being successful in the art community. Both the first actionists, and the art group War/Voina fit right into this tradition.
The second group of people is the tradition of clowning. It is based on the complete ridicule of everything that is happening around us. It is the right to mockery. Many made use of this: Blue Noses Group and others. The line running from the Leningrad underground was especially powerfully developed in the 1990s.

I cannot understand the urgency or today's excitability. But I am deeply convinced that, in principle, this is not a very effective endeavor. The conversations of that very same Monastyrsky were reflections on something that had actually been done. Simply put, conversations about my own notions that the artist should create something that will last in culture are ineffective. In my understanding, the world of culture is juxtaposed or relates tangentially to any social structure. Yes, it feeds on images, irritations, and phobias of the social.
EK: It is a reflection on the social, but it is
not the social world.
IK: All the conversations - avant-gardist, by the way- that are about art as a part of the social process led to an unbelievable primitivization, politicization of artistic results.
When an artist descends into the socium, he must certainly merge with it. This is
inevitable. The socium vanquishes him. At the end of Soviet power, the socium had become so unattached from artistic life that it was easy to preserve the autonomy of one's artistic consciousness. Today it seems that the artist can make whatever he pleases. But in fact, this is a professional, precise activity like tennis, having its boundaries, its rules. Each time the game is new, but it is entirely determined by rules. There is no freedom. This is visible from the third, mature age. In the first age it seems that you can do anything. During the second age period, as soon as you have acquired your voice, the task emerges for you to take up a position among your contemporaries. You need to be a participant in the process along with your contemporaries. You need to know what your neighbors are doing, you need to be a member of your own train car. The third period is connected with the feeling that your train car is no longer going anywhere. That other train cars are going places, in different directions.
EK: I wouldn't say that the train cars are not going anywhere. Either youÕve managed to get into this train car or you havenÕt, and this train car is setting out for the future.
IK: Your train is already not moving, even in its own time. Other trains are running, other generations, artists, thoughts, other goals. What happens to an artist in the third, mature age group? It is different for each person. One might muddle along and continue to turn out his products. For the most part what is produced by an artist in this age group is what he managed to achieve in the middle period. Some degrade, grow tired, some are compelled by circumstances to keep producing, like Chagall who was forced by his wife to keep making horrible little bouquets.
 EK: But some rare people find a second wind.
IK: This is a very unique phenomenon. I was terribly drawn to the past. I even suffered the illusion that the Baroque was the most interesting and relevant period for the future. For me, the Baroque is what Ancient Greece was to the artists of the Renaissance. This is my personal psychosis. When art comes to a dead- end, as in the late Middle Ages, then movement backward usually begins, like during the Renaissance. The rebirth of the past with a new consciousness yielded a phenomenal result. I also see the development of the genetic code that I spoke of earlier toward the revival of the Baroque and Baroque painting. After Modernism what remains for us is the non-confrontational painting, there is no dramatic effect in it. Each person has his own image of the world. The Baroque had a dramatic painting of the world and it has had a nice long "rest". Modernism introduced flatness and then departed from the depths. What begins with Modernism is a tradition of soiling the flat plane of the white canvas, in all kinds of different versions. I am talking about the leveling of depth, but during Modernism "depth" has had a good rest, like in a sanatorium. The Baroque could return the depth to painting and, in turn, the depth of the image to the world. This is a hypothesis, but I am ready to believe it at this point.
AV: Many contemporary artists, philosophers have noted that the present moment is distinguished by a sensation of groundlessness. It is as though we are constantly either falling someplace, or we are flying someplace, or disappearing. In your works there is the motif of flight, falling, disappearing. As a result, a kind of disorientation of the normal understanding of subject and object occurs, of
time and space, of modernism and modernity.
IK: This is connected with an important moment that happened in the last epoch. And in how that epoch differs from many past epochs. Each person has a program. Today's program is how to survive in this world. Every person asks this question. And it is a rather well-known "how": apartment, car, vacation, salary, children, and so on. There is an absolutely normal repertoire of answers to the question "how can one survive in this world?"Everyone knows
"how"...
EK: Instead of "why"
IK: The question as it was posed in previous times has disappeared. "Why am I living in this world?" It is primitive to such a degree that even the very posing of the question is incomprehensible. But still throughout the twentieth century people asked this question. And in the nineteenth century, they were completely permeated by it. And in previous epochs it was a fundamental question. "How" was an animalistic question. "Why" was a religious question. This meant that your human life was serving something bigger. The question "why" often annuls the program of the question "how". There is no single answer to the question "why", but the very posing of such a question transports you to a different realm of existence. From the moment a being starts to ask the question "why", he becomes human. The majority avoids the answer to the question "why"and "it is better for the children not to know about it,"so as not to upset them. But here we run into difficulties in response to the question "why": I am either a free individual, or a medium, a servant, an "envoy" like in the work of Kharms, an intermediary of something that I cannot grasp. Then the answer to the question "why" might look like this: I am fulfilling a mission that is many times larger than my small life. Someone needed for me to be born. In some cases, this might be an answer that is entirely cultured. It might be the reproduction of a gene, of an uninterrupted line.
EK: A relay.
IK: A relay that has summoned me to pass something on to others. Behind my back there is something that was looking after my existence and made sense of it. Not about me physically, but about the meaning of my everyday activity. I am a representative of an infinite cultural process that was there before me.
EK: Cultural missionary work.
IK: Yes, there is religious missionary work, and there is cultural missionary work. You are convinced that culture is connected with the secret of our origin, that it has on the one hand a religious nature, and on the other, a playful, aesthetic nature. There is a wonderful example of such a "bridge" in the work of Pushkin. He took the European tradition and invented the Russian literary language. This was his mission. At a young age, you discover that there are no bearings, there is neither sky nor earth. In middle age you grasp at your contemporaries. But in elder age, you come to hear more and more a kind of code of cultural transmission. This period began for me about five years ago already. I hear the past very well, but a kind of indifference towards my contemporaries is emerging.

Anton Vidokle is an editor of E-flux journal.
Ilya and Emilia Kabakov are Russian-born, American-
based artists that collaborate on environments which
fuse elements of the everyday with those of the
conceptual. While their work is deeply rooted in the
Soviet social and cultural context in which the
Kabakovs came of age.
Ilya Kabakov began his career as a children's book
illustrator during the 1950's. He was part of a group of
Conceptual artists in Moscow who worked outside the
official Soviet art system. In 1985 he received his first
solo show exhibition at Dina Vierny Gallery, Paris, and
he moved to the West two years later taking up a six
months residency at Kunstverein Graz, Austria. In
1988 Kabakov began working with his future wife
Emilia (they were to be married in 1992); from this
point onwards, all their work was collaborative. His
installations speak as much about conditions in post-
Stalinist Russia as they do about the human condition
universally.
Emilia Kabakov (nee Kanevsky) attended the Music
College in Irkutsk in addition to studying Spanish
language and literature at the Moscow University. She
immigrated to Israel in 1973, and moved to New York in
1975, where she worked as a curator and art dealer.
Their work has been shown in such venues as the
Museum of Modern Art, the Hirshhorn Museum in
Washington DC, the Stedelijk Museum in Amsterdam,
Documenta IX, at the Whitney Biennial in 1997 and the
State Hermitage Museum in St. Petersburg among
others. In 1993 they represented Russia at the 45th
Venice Biennale with their installation The Red
Pavilion. The Kabakovs have also completed many
important public commissions throughout Europe and
have received a number of honors and awards,
including the Oscar Kokoschka Preis, Vienna, in 2002
and the Chevalier des Arts et des Lettres, Paris, in
1995.